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Mostrando las entradas etiquetadas como Reflexión

Dos segundos

  Dime, ¿qué planeas hacer con tu preciosa, salvaje, única, vida?   Mary Oliver En una salida al campo, el guía que nos mostraba los nidos de los pájaros carpinteros y los hoteles de los insectos, nos ofreció un dato esclarecedor.  Si la edad de la Tierra fuese de un año, nosotros, los Homo Sapiens, existiríamos desde hace... dos segundos.  Allí, en el meandro en el que se mezclan las aguas calizas del Adaja con las aguas claras del Arevalillo, nos contó la historia legendaria de los peces que no se corrompen , y, claro, fue inevitable pensar en la insignificancia y en la trascendencia.  Lo que hace uno, lo hace otro. Nadie es imprescindible. No pasa nada si alguien falla, si alguien ya no existe. Vendrá otro que lo hará igual, o mejor.  Y, sí, es cierto. Pero no del todo.  O, tal vez, con el antropocentrismo que nos caracteriza a buena parte de los seres humanos, quiero creer que no lo es.  Porque, sí. Vendrá alguien que lo hará peor o mejor que tú, que yo. Pero igual, no. Y no, no

Madrid es

Madrid contiene muchas ciudades. La de los de las terrazas del CentroCentro . La del hombre de las rastas que pide dinero en la glorieta de Cuatro Caminos.  Madrid no es una imagen, ni cien, ni mil. Madrid es ese grupo de chicos que hablan sobre amores perdidos, renuncias y sacrificios. Y, si quiere llamarme, que lo haga. Ya veré yo si contesto. Me dan ganas de acercarme y decirle, muy quedo: olvídate de ella, nunca te llamará .  Madrid es esa mujer que camina la Castellana exudando belleza y magnetismo por cada poro de su piel canela. Y la madre de familia que, a las cinco de la tarde, regresa a casa. Lo hace ojerosa, algo despeinada, siempre apurada, encendido el piloto automático que es quien la guía por las líneas de metro (la roja, la gris, el ramal, la circular), y el que hace que levante el brazo para que se pare el autobús en la marquesina. En una hora y media, llegará a casa.  Madrid es esa reponedora del turno de noche de Carrefour. Todos duermen, menos ella, el vigilante de

De viajes y conversaciones

En mi vida prepandémica viajaba por trabajo. En esos viajes solía entablar conversaciones con personas de toda condición. Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay   Recuerdo hoy a aquella mujer de 82 años que se reía como una niña. Había subido al autobús en Plasencia, y volvía a Badajoz, a un pisito de un bloque obrero en el que todos la conocían. Había estado pasando una temporada con una hermana y me contó, con alborozo, que pensaban reunirse, por Navidad, todos los hermanos, en Madrid.  Madrid, iluminada,  está preciosa.  Reía y batía palmas porque, me dijo, si su marido viviese estaría tan contento de poder realizar el viaje por esa autovía tan moderna y tan rápida. Él, al que le gustaba tanto conducir y pescar, que había ganado varios concursos a nivel provincial, regional y hasta estatal. Mi marido lo hubiese disfrutado tanto , me reveló con una chispa de alegría en los ojos.  Me contó de un viaje que se habían regalado las hermanas en el verano. Figúrese, en el balneario,

La bata

Existe un súper poder muy apreciado cuando se es adolescente: el don de la invisibilidad. A los 16 se anhela ser uno más. Hay una suerte de uniforme que potencia esa invisibilidad, cada generación tiene el suyo: pantalones rotos, medias de rejilla. La capa de invisibilidad de Harry Potter.   Desde los 16 a los 17 disfruté de mi propio uniforme. Sólo que éste me dotó de la capacidad contraria. Me hacía visible. Dolorosamente visible.  Era una bata de trabajo, larga y suelta, bicolor. Era una bata heredada, a saber cuántas chicas la utilizaron antes que yo, a saber cuántas la utilizarían después de mí. La bata, decolorada por el lavado semanal, conservaba el cerco de una mancha, en la parte inferior derecha, a la altura del muslo.  Completaba el conjunto unas zapatillas de invierno de suelas de goma y borreguillo por dentro, como las que usan, en casa, señoras como ahora lo soy yo.  Con aquella bata ayudaba a llevar la compra a los clientes del supermercado .  Recuerdo aquella vez que

Volver al hogar

Hace  décadas me dijeron una de las cosas más hermosas que jamás escuché. Ella era una joven a la que conocía por circunstancias laborales y, lo que es la vida y sus azares, el tiempo y mi desmemoria han borrado su nombre y, lo que es peor, sus rasgos. Apenas recuerdo que era morena de pelo negro, largo y ondulado. Era delgada, no muy alta, y llevaba gafas. No sé si le gustaban las novelas decimonónicas o los libros de terror gótico, desconozco qué hacía los fines de semana más allá de que estudiaba para un examen de acceso a Traducción e Interpretación. Sí me acuerdo de que no pasó el examen que, en aquellos tiempos (creo que también en estos) era muy duro, muy difícil. Muy pocos lo aprobaban así, a la primera, sin haber estudiado antes Filología Inglesa. Pero ella decidió intentarlo. Y suspendió.  Casi no me acuerdo del color de sus ojos, pero debían ser castaños o, tal vez, verdes oscuros, pero sí que sé que tenía la piel muy blanca, sin imperfecciones. Aunque no logro recordar s

El motivado de la vida

Me ha empezado a poner muy nerviosa cierto tipo de persona. Me refiero al motivado de la vida .  Dícese que alguien es un motivado de la vida cuando va regalando halagos, elogios, parabienes, a la par que pide favores, facilidades, accesos, formas de conseguir esto o lo otro, de participar en una carrera de cabras, en una partida de garrote o en el juego ese tan peligroso como bizarro que consiste en intentar atrapar rodando colina abajo a un queso que, a su vez, rueda también. Le da igual. El motivado de la vida quiere ir, estar, ser, decir, pensar que va ir, porque quiere aprender, fijarse, extrapolar, hacer networking , postureo, selfis, retratos de grupo, de bodas, bautizos y comuniones.  La famosa prueba del queso rodante de Gloucester - AFP Spóiler : rara vez participa. Rara vez juega. Rara vez aparece.  Cachis. El motivado de la vida es un tipo de persona emparentada con el tipo persona mareo , pero mantiene su esencia, su propia singularidad, rareza e idiosincrasia. Es ciert

La casa rural

Llegamos cansados. No sentía ninguna afinidad hacia mis acompañantes. A menudo el azar, un contrato o la pura mala suerte, te sitúan junto a compañeros contingentes. Aún había de pasar otra noche, y otro día, y otra noche. Menuda calamidad. A las afueras del pueblo hallamos (GPS mediante) aquella casona con nombre de mujer, el nombre de la que nos miraba, reidora y chispeante, inserta en un azulejo de la fachada. Nos recibió el hijo y nos contó la historia o, tal vez, sólo su versión.  Jane Birkin, años 70. Foto Getty Images, tomada de aquí. Esta era la casa del médico, el tío de mi madre. Ella fue una mujer alegre, libre, deseosa de labrarse un futuro. Y se fue a la ciudad.  Allí estaba su hijo, de vuelta a ese pueblo que su madre quiso dejar atrás.  Daba clases de repaso, le iba bien. Era una belleza. Cuando tenía cuarenta años se enamoró de un alumno al que le doblaba la edad. Y, entonces... Entonces, él. El hijo que había regresado al pueblo del que su madre escapó.  Mis tíos la

No te conozco

Estas últimas semanas he estado pensando en esos encuentros inesperados en los que el otro o la otra te conoce, sabe de ti, te llama por tu nombre… y tú no tienes ni idea de quién o qué es el ser  que tienes delante. Suelo preciarme de tener buena memoria para recordar a los que pasaron por mi vida (no han sido tantos, ni tantas, pese a vivir ya varias décadas mi trajín por este mundo no ha sido especialmente llamativo), pero a veces, me ocurre. Lo peor es cuando no te acuerdas, pero ni remotamente, de quién es, y él o ella, no para de revivir anécdotas, bromas, risas y veras. Te pregunta por tus amigas, y las conoce, y tú no sabes dónde meterte. No sabes quién es, pero has perdido tu oportunidad. Debiste decírselo al principio, en los primeros segundos, pero has dejado que hablase, confiando en recordar… Pasan los minutos, el recuerdo no llega y sólo quieres escapar.  Es curioso, pero esto, que es tan incómodo, nos sucede más a menudo de lo que creemos. No me refiero a esos encontro

La piedra en el zapato

Cuando todo va más o menos bien, cualquier rozadura se convierte en una molestia irritante. Todo tu día gira en torno a esa piedrecita que se te ha colado, sin permiso y con alevosía, entre tu pie y el zapato. Te pica, te araña,  sientes una punzada que se agudiza con el paso de las horas. Los bordes de la herida comienzan a escocer, y no puedes pensar más que en eso. En la puñetera piedra, y echas a perder horas y horas lamentando el picazón, el malestar. Si hubieras tenido la precaución de descalzarte y desechar la piedra, ponerte una tirita, calmar el dolor incipiente.  Enfocarte en otras cosas que suceden a tu alrededor: el sol que parece nacer del mar o del bloque de edificios frente a tu casa, el borboteo del café, la novela de amor que has empezado a leer, los buenos deseos del cartero, el surrealismo con el que vive la panadera los avatares de su oficio. Si fueses capaz de calmar ese minúsculo padecimiento, apaciguarlo, y centrarte en otras cosas más grandes, más importantes.

El patio de luces

Te escribo desde un hotel. Hace unos instantes, el llanto de un niño de pecho se ha colado en la habitación. Huele a pollo frito en desesperanza, suena el runrún de los aparatos del aire acondicionado y hay un patio de luces siniestro y sucio por el que se asoman las vidas de un francotirador, una ladrona de bancos, un mal estudiante y una pareja que vive, culpable y ardiente, en una relación clandestina.  Estoy sola en Madrid y, si me perdiese por las calles de esta ciudad que no me comprende y a la que no comprendo, pasarían muchas horas antes de que alguien me echase en falta. Podría desaparecer para siempre y nadie sabría qué habría sido de mí. No sé si la mujer que vive en el cruce de caminos que es esta glorieta grande, ruidosa y sucia, se acordaría de mí. Creo que no. Pese a que en estos días nuestras miradas se han cruzado varias veces, ella sólo está pendiente de sobrevivir.   Es inevitable sentirse sola en una habitación de hotel. Es inevitable sentir la tentación de la hu

Tener o no tener feeling

No quiero hacerme la moderna utilizando palabras en inglés cuando no viene al caso. Pero es que me he acordado que hace años, alguien me dijo que entre las dos había feeling . Que existía una chispa, algo, que nos hacía conectar y llevarnos bien. Y que eso, ese diminuto pero intenso destello, era esencial para trabajar juntas en nuevos proyectos. En tareas de esas que necesitan de colaboración y entendimiento, creatividad y paciencia. Porque en cualquier relación se precisa que el otro te recargue las pilas el día que tienes el desánimo en niveles máximos, o que te aquiete cuando hierves, presa de la indignación, la extrañeza, la incomprensión y las dudas. Recuerdo bien aquella conversación. Yo era casi una pipiola y me quedé ojiplática cuando ella me dijo que creía que entre las dos había feeling . Pues sí, lo había. Y algo más: había respeto.  ¿O será que esa chispa de entendimiento no puede darse sin el consabido respeto? Soy una mujer respetuosa, digamos, de fábrica . Sé reconoce

Perdonen la tristeza

No consigo digerirlo. No consigo reconciliarme con la idea de que desde mis ventanas no volveré a ver las torres de las Catedrales, las de la Clerecía y, algo más lejana, la cúpula de la iglesia de La Purísima.  Desde hace varios meses, una legión de obreros ha tomado mi calle. Tal vez sean una docena, pero a mí se me antojan legión. Obreros, grúa, hormigoneras, camiones, puntales, andamios. Están construyendo un Centro de Día para mayores de 60 años, una edad que siempre percibí lejana pero que ahora presiento más cerca de  lo que me gustaría. No porque no quiera cumplir años, no. Pero es que esto va muy deprisa, señoras, señores.  No sé por qué no acepto que el paisaje de mi calle ha cambiado para siempre. Tal vez porque me cuesta creer que yo sea tan mayor como dice mi DNI. En una ocasión, haciendo la compra en el supermercado, pensé que esa mujer que me miraba tan fijamente era maleducada, y mayor. Spoiler: era yo. Esto lo cuenta mucho mejor (como todo) Rosa Montero cuando habla d

Si me das a elegir

Conocí este amor gracias a uno de esos proyectos laborales en los que no crees al cien por cien. Su relación me parecía común: matrimonio de largo recorrido y un hijo. Jubilados, lo que poseían (material e inmaterial) lo habían construido con esmero, esfuerzo y dedicación. A simple vista, un matrimonio mayor más. Pero, no.  Aquellas mañanas en su casa, entre cajas de lata repletas de fotografías dedicadas a la novia, al novio, y tapados con las faldillas, entreví algo precioso. Un destello.   Él había emigrado a un país de montañas con nieves casi perpetuas, de paisajes deslumbrantes… y había descubierto un presente luminoso.  La novia se quedó en el pueblo, atada a sus obligaciones.  He tomado la foto de aquí . Me contaba, mientras se observaba en una foto en la que aparecía casi tan guapo como Richard Burton, que hubiera querido que ella viviese allí, con él. Que experimentase la camaradería y la libertad de las que él disfrutaba, porque se trabajaba mucho y muy duro, pero había ti

Sur

No nos conocemos mucho. Apenas hemos coincidido y, eso, lo quieras o no, es un obstáculo para lograr una relación fluida. Por si eso fuera poco, la última vez que nos vimos estuvimos atrapados en una habitación durante un par de horas, aburridos. Tú querías salir a la calle o, al menos, a otra estancia de la casa. Yo tenía el encargo de no ponértelo fácil. Con estas mimbres es complicado establecer una relación.  Eres como un viento del sur: pegajoso, cálido, alborotador y vertiginoso. No te gustan las normas, ni las ataduras: lo tuyo es correr, saltar, y expresarte con espontaneidad. Y sí, eres impulsivo, mucho. Y un ser sencillo. Negro o blanco. Sí o no. Si quiero salir… ¿por qué no me dejas? Si quiero comer chucherías… ¿por qué no me das? Si quiero tumbarme a tu lado en el sofá… ¿por qué me ignoras? Si tú no vives aquí… ¿por qué me das órdenes absurdas?  No, no nos conocemos mucho. Y yo no estoy acostumbrada a seres como tú. Me das un poco de miedo. Sé que tienes buenas intencione

Clic

Un día, se produce el clic.  Y no sabes muy bien por qué, pero de pronto, aquello que te gustaba, que te tenía encandilado, ya no te gusta.  O, lo que es peor, te da igual. No te interesa. Hasta te aburre. Y no aciertas a entender cómo se ha producido, cuándo empezaste a sentir ese desinterés. Ese distanciamiento. Y, si de algo estás seguro es de que si alguien tiene la culpa de que aquello o aquel o aquella deje de interesarte eres tú. Ese descubrimiento te deja perplejo. Antes sí, ahora no. Ahora te da igual, te resulta indiferente. Incluso, un poco molesto. Es como una etiqueta que has cortado mal, y ha quedado deshilachada, y al ponerte la camisa, te roza en la nuca, y sientes que  te está haciendo daño, que puede hacerte una herida. Y si aquí hay alguna culpa (o responsabilidad, que no es plan el culpabilizarse así, a cada rato) es tuya, porque no la arrancaste bien, o porque quizás no debiste tratar de cortarla, o porque dejaste aquella etiqueta mucho tiempo y, luego, un día,

Aquí soy feliz

  Aquí soy feliz , le decía una mujer a alguien que estaba muy lejos de allí. Ella era una señora de pelo blanco, gafas graduadas, falda y blusa recatadas. Iba paseando del brazo de otra señora pulcra y arreglada, como ella. Aquí, soy feliz , proclamaba una y otra vez a través del móvil a alguna persona que, me gusta pensar, la escuchaba atentamente. Feliz. Fue en una mañana de domingo de hace unos meses, en un paseo junto al mar que estaba plagado de caminantes, de corredores, de perritos, de bicicletas, de hombres y mujeres aupados a patinetes, de gentes vocingleras. Hacía calor, un calor de esos que te dejan exhausto, que humedece cada fibra de tu ropa, de tu ser. Pero aquella señora decía ser feliz.  Hace unas semanas fui a la peluquería pues tenía un compromiso en un lugar en el que fui feliz e infeliz, un lugar al que en realidad, no quería volver. (Fui, estuve, regresé. No me apetece volver. Ya no es mi sitio).  La peluquera me contó de un viaje reciente  con una amiga que inten

Hijos del vaivén

Sucede que un sábado cualquiera vas a la boda de unos jóvenes que se miran con el embeleso necesario para no perderse ni una sonrisa, ni un gesto, ni un solo beso. Y te preguntas cómo es posible.  De qué modo raro estás ahí y no allí, cómo es que vas en un tren a un municipio que antes significó mucho y ahora, nada. Por qué acudes a una cita y conoces a alguien inolvidable. Si te hubieses quedado en casa,  si en lugar de ir a la piscina hubieses decidido sestear toda aquella tarde de julio. Sí. No.  Somos hijos del vaivén . Todos. De  elementos externos que nos hacen saltar como muñecos de resortes. Y, sin embargo y quizás por ello, protagonizamos algunos momentos brillantes y efímeros, que se nos antojan eternos. Como la alegría de ver a esos dos jóvenes mirarse.  Todos somos hijos del  vaivén , lo escribió Manolo García, el hombre de nombre corriente que hace que mi corazón vuele. Tal vez por eso y porque cada una de sus canciones me inspira una novela, tal vez por eso escribí Hijos

"Pese a"

Un camino de piedras se extiende ante mí, ante ti. Las piedras son de diferentes tamaños, con diversas texturas y matices. Planas, redondas, puntiagudas, lisas, húmedas, rugosas. Lo que pretendes alcanzar está al final del sendero (que nunca se acaba y está bien que así sea), pues la vida misma es una travesía hermosa que suele ponerse difícil y doler, pero que puede regalarte algún fruto. Cuando llegas a ese recodo en el que descansar, encuentras una roca horadada y suave, respiras y miras, satisfecho, los pasos dados. Reflexionas que no son suficientes, que pudiste dar unos cuantos más. Sortear las dificultades sin hacer daño a otros, ni a ti.  Pero lo hiciste. Caminaste. Y estás relajado, calibrando el disfrute de eso que acabas de alcanzar y que te ayuda a conformar tu forma de ser, y de estar en el mundo.  Y, de pronto, otro caminante que se dirige en sentido contrario al tuyo, te observa y te juzga descansado, frívolo y liviano (la alegría ha de contener cierta liviandad), y se a

Ni un día sin su épica

Cruzó la carretera por el paso elevado. Componía una extraña imagen. Eran los primeros días de septiembre y se encaminaba hacia un edificio público, para realizar un trámite burocrático. Ella, que siempre pensó que la burocracia estaba reñida con la poética.  Hacía calor. Llevaba sandalias blancas. Le hacían daño y, hasta esa misma mañana, no había caído en la cuenta. Solo quedaban treinta minutos para el cierre de las oficinas. Ella, que siempre abominó de los trámites administrativos porque carecían de drama. Pasos elevados del monorraíl, Kuala Lumpur, Malasia .  Tenía una herida abierta en el empeine del pie derecho. En algún momento, esas sandalias blancas que, supuestamente, eran cómodas, le habían procurado una bonita rozadura. Y, hacía pocos minutos, la rozadura se había transfigurado en una llaga que dolía cual llama ardiente. Y no había taxis. Ni autobuses. Y en media hora, la institución en la que tenía que arreglar unos papeles, cerraba. Ella, que siempre tuvo por seguro que

Aquí o allí

 Es inevitable sentirse atraído por jugar a eso de cómo sería yo de feliz si viviera aquí. Si tuviese que caminar por estas calles tan empinadas, si al alzar mi mirada en una primavera voluble, fiera y sin compasión, distinguiera nieve en la montaña; si el ingenio constructivo de los romanos partiese por la mitad mi ciudad, esa en la que iría a comprar el pan y en la que, seguramente, protestaría porque me acordaría de otro pan, de otras calles, tal vez de otro río diferente al Eresma y al Clamores .  Es inevitable jugar a ese juego de disfraz y tratar de adivinar cómo sería un día cualquiera de una primavera cualquiera, bajo un cielo azul brillante que puede tornarse antipático de puro gris. Merodeaba por las calles segovianas, fijándome en dos alcohólicos que disputaban a la puerta de la Casa de los Picos, embebidos en su mundo voraz y desaforado.  Y me fijé, también, en el abrazo ensimismado de una pareja que, en apariencia emocionada, se retrataba con el Alcázar de fondo.  Y, lueg