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Mostrando las entradas etiquetadas como Manolo García

Perder el norte

Esta semana la inspiración me esquivó. Aunque no ocurrió exactamente así. Había escrito algo sobre la lectura y los clubes, sobre que no me gusta clasificar a los lectores según sus lecturas, sobre que no soporto que la lectura, en un club, se desprenda de la ligereza, de esa suerte de alegría y sencillez tan necesarias y deseables. Sobre que leer sí, también es pasar el tiempo, y sí, preocuparte de las peripecias de la protagonista, y sí, que si eso nos distrae de nuestra propia tristeza, o de nuestro propio egocentrismo, sea por el tiempo que sea, unos minutos, unas horas, unos días... simplemente, me parece  soberbio. Pero me dije que ya estaba bien de escribir y de hablar sobre clubes de lectura, al menos, por esta semana. Así que quise hacerlo sobre cuando uno es demasiado joven para imaginar que el dolor que siente ante un desamor, una ruptura, un alejamiento, tarde o temprano, pasará. Pero caí en la cuenta de que lo importante, cuando uno tiene trece, quince, o diecisiete años,

La piedra en el zapato

Cuando todo va más o menos bien, cualquier rozadura se convierte en una molestia irritante. Todo tu día gira en torno a esa piedrecita que se te ha colado, sin permiso y con alevosía, entre tu pie y el zapato. Te pica, te araña,  sientes una punzada que se agudiza con el paso de las horas. Los bordes de la herida comienzan a escocer, y no puedes pensar más que en eso. En la puñetera piedra, y echas a perder horas y horas lamentando el picazón, el malestar. Si hubieras tenido la precaución de descalzarte y desechar la piedra, ponerte una tirita, calmar el dolor incipiente.  Enfocarte en otras cosas que suceden a tu alrededor: el sol que parece nacer del mar o del bloque de edificios frente a tu casa, el borboteo del café, la novela de amor que has empezado a leer, los buenos deseos del cartero, el surrealismo con el que vive la panadera los avatares de su oficio. Si fueses capaz de calmar ese minúsculo padecimiento, apaciguarlo, y centrarte en otras cosas más grandes, más importantes.

Vuestros senderos

Me escribía, ayer mismo, Rebeca Martín García para hablarme sobre vuestros senderos. Me escribía que, en un mundo en el que parece que manda el postureo, había mucha verdad en vuestros senderos, en vuestros porqués. Me escribía Rebe y me decía que se emociona, que es muy difícil elegir, que si sólo un ejemplar para una sola persona.  Me escribía y me llamaba por ese nombre secreto que sólo ella y yo conocemos, comentando una, dos, tres, cuatro fotos y uno, dos, tres y hasta cuatro motivos. Y, al final de su correo electrónico, iba decantándose por una, por otra, iba reinterpretando cada motivo, cada camino, cada sendero. Y me señaló dos. Dos. Y yo le había dicho que un ejemplar para una sola persona. Rebe es una mujer especial que canta, cuenta, escribe, pinta, ríe y sabe que hay senderos fáciles, difíciles, bellos y no tan bellos... pero que hay que transitarlos todos. Así que...  Abrí la caja de cartón en la que duermen unos pocos ejemplares en papel de mi Hijos del vaivén e hi

La canción prendida

Los minutos pasaban como transcurren los años cuando ya no eres joven. Veloces y lentos, espesos y líquidos. Todo a la vez, pero no en todas partes.  El autobús, animal mitológico con achaques, bramaba en las cuestas, se sofocaba en las rasantes y rebuznaba en las curvas cerradas del puerto de la sierra. Aún quedaban horas por delante para llegar a la ciudad del Guadiana, y el viaje de introspección la mantenía callada y temblorosa. El viaje real, el físico, la había trasladado a un estado de suave nostalgia, casi una saudade, algo parecido a lo que se siente cuando se escucha una y mil veces la misma canción. Esa que te entristece y, sin embargo, te eleva de las miserias cotidianas en una imposible y sutil búsqueda de la belleza.  No sabía por qué había decidido irse, en mitad de una semana laborable en la que, por otra parte, no tenía programada ninguna visita ni cerrado un solo itinerario de trabajo. No lo entendía, solo sabía que había sentido que debía ir  y encontrarse con aqu

Lo de siempre

Hacía casi tres años que no iba a mi cafetería favorita. Cuántas vidas pueden nacer o quebrarse en tres años. Un divorcio, un nacimiento, una mudanza, un despido, un desamor, una condena de cárcel, varios líos amorosos, una suscripción a Netflix, la escritura de una novela, un rodaje en Benidorm, los estragos de una pandemia. Tres años y, el primer día, una camarera me sonríe y se interesa por cómo me van las cosas y me dice que si voy a tomar lo de siempre y se acuerda de ese "lo de siempre". Uno sabe que tiene una cafetería propia cuando una camarera risueña le pregunta si quiere "lo de siempre". No es casualidad que en Hijos del vaivén aparezca varias veces esta cafetería. Uno de los protagonistas recala cada dos por tres para llamar por teléfono, observar las sonrisas de unas mujeres serias y reidoras, mientras bebe cerveza con limón, y piensa. Me atrevería a decir que para él (como para mí) la cafetería es refugio, una suerte de consuelo, un chispazo de insp

Sur

No nos conocemos mucho. Apenas hemos coincidido y, eso, lo quieras o no, es un obstáculo para lograr una relación fluida. Por si eso fuera poco, la última vez que nos vimos estuvimos atrapados en una habitación durante un par de horas, aburridos. Tú querías salir a la calle o, al menos, a otra estancia de la casa. Yo tenía el encargo de no ponértelo fácil. Con estas mimbres es complicado establecer una relación.  Eres como un viento del sur: pegajoso, cálido, alborotador y vertiginoso. No te gustan las normas, ni las ataduras: lo tuyo es correr, saltar, y expresarte con espontaneidad. Y sí, eres impulsivo, mucho. Y un ser sencillo. Negro o blanco. Sí o no. Si quiero salir… ¿por qué no me dejas? Si quiero comer chucherías… ¿por qué no me das? Si quiero tumbarme a tu lado en el sofá… ¿por qué me ignoras? Si tú no vives aquí… ¿por qué me das órdenes absurdas?  No, no nos conocemos mucho. Y yo no estoy acostumbrada a seres como tú. Me das un poco de miedo. Sé que tienes buenas intencione

Aquí soy feliz

  Aquí soy feliz , le decía una mujer a alguien que estaba muy lejos de allí. Ella era una señora de pelo blanco, gafas graduadas, falda y blusa recatadas. Iba paseando del brazo de otra señora pulcra y arreglada, como ella. Aquí, soy feliz , proclamaba una y otra vez a través del móvil a alguna persona que, me gusta pensar, la escuchaba atentamente. Feliz. Fue en una mañana de domingo de hace unos meses, en un paseo junto al mar que estaba plagado de caminantes, de corredores, de perritos, de bicicletas, de hombres y mujeres aupados a patinetes, de gentes vocingleras. Hacía calor, un calor de esos que te dejan exhausto, que humedece cada fibra de tu ropa, de tu ser. Pero aquella señora decía ser feliz.  Hace unas semanas fui a la peluquería pues tenía un compromiso en un lugar en el que fui feliz e infeliz, un lugar al que en realidad, no quería volver. (Fui, estuve, regresé. No me apetece volver. Ya no es mi sitio).  La peluquera me contó de un viaje reciente  con una amiga que inten

Hijos del vaivén

Sucede que un sábado cualquiera vas a la boda de unos jóvenes que se miran con el embeleso necesario para no perderse ni una sonrisa, ni un gesto, ni un solo beso. Y te preguntas cómo es posible.  De qué modo raro estás ahí y no allí, cómo es que vas en un tren a un municipio que antes significó mucho y ahora, nada. Por qué acudes a una cita y conoces a alguien inolvidable. Si te hubieses quedado en casa,  si en lugar de ir a la piscina hubieses decidido sestear toda aquella tarde de julio. Sí. No.  Somos hijos del vaivén . Todos. De  elementos externos que nos hacen saltar como muñecos de resortes. Y, sin embargo y quizás por ello, protagonizamos algunos momentos brillantes y efímeros, que se nos antojan eternos. Como la alegría de ver a esos dos jóvenes mirarse.  Todos somos hijos del  vaivén , lo escribió Manolo García, el hombre de nombre corriente que hace que mi corazón vuele. Tal vez por eso y porque cada una de sus canciones me inspira una novela, tal vez por eso escribí Hijos

Me escapo detrás

 A 50 metros de mi ventana florece el hormigón. El kilométrico brazo de una grúa se mueve a derecha e izquierda como una mujer de mediana edad en una clase de Pilates. Los hombres golpean, arrastran, insertan y quitan, depositan materiales en contenedores, se hablan a gritos. Desde hace un par de meses, siempre hay un runrún en mi calle, una actividad continua e imparable. Y yo caigo en la cuenta de que me he convertido en un jubilado fascinado por las obras, pero quejoso por el polvo, los ruidos y la valla metálica que abraza al solar agujereado.  Escribo esta columna con el pleno convencimiento de que percibirás el sonido oscilante de la grúa.  Es complicado aislarse de lo que ocurre en el solar. Trabajo con el ordenador pegado al alféizar, la mirada sobrevuela por encima de la pantalla. A las ocho, cuando aún es de noche, enciendo una pequeña lamparita y ellos, si tuviesen fuerzas, motivos y ánimos, verían los ojos miopes de una mujer de mediana edad.  Me gustaría que se fuesen. Me

Feel the fomo

Hay quien siente ansiedad ante la avalancha de recomendaciones de unos y de otros: hay tanto por leer, por escuchar, por ver, por hacer. Tantas actividades que no te puedes perder, tantos pódcast que son maravilla, tantas novedades literarias, tantas exposiciones increíbles… Recorre las redes un hálito hedonista que nos alienta a experimentar, a irnos a Nueva York para que la inspiración vuelva. Es casi una heroicidad mantenernos centrados en nosotros, en nuestro día. En eso tan de a pie como es ir a comprar el pan.  Entono el mea culpa por si alguno de mis textos (breves o larguísimos como suelen ser mis newsletters) os han hecho sentir así. Hace unos días, una lectora comentó en mi Instagram, que la lista de los reyes godos era más corta que la que iba armando con mis propuestas. Lo escribió como un elogio. Me hizo pensar.  Soy entusiasta a la hora de transmitir lo que me gusta. Pero, si eres lector habitual de mis columnas y de mis cartas, ya sabes que el problema es que mis gustos

El bolígrafo

Pocas personas lo saben pero, cuando dedico mi novelita en papel , utilizo un precioso esferógrafo Mont Blanc . Es blanco y plata, pequeño y suave al tacto y con él me siento como una actriz de Hollywood de los años 40.   Pocas personas lo saben pero, cada vez que escribo con él, recuerdo a mi yo de ocho años, cuando en el colegio una de mis redacciones fue merecedora de un premio. Era, fíjate tú qué cosas, un bolígrafo plateado. La entrega de premios (ocho bolígrafos para ocho niñas) se realizó en el salón de actos, un teatro fantástico con butacas y cortinas pesadas de terciopelo rojo.  No sé cómo me hubiera sentido escribiendo con aquel bolígrafo, porque solo lo vi de lejos. El día anterior, con el corazón brincándome en el pecho, llevé mi redacción a casa para contarlo. Y, por la mañana, con la emoción, la olvidé en mi habitación.  Seño, me he olvidado la redacción.  ¡Eres muy despistada!  ¿Puedo ir a buscarla?  ¡No! Así aprenderás. No sé qué es lo que quiso enseñarme, pero nunca o

Eclipses

En el cuento de Augusto Monterroso, en lo más profundo de la selva y amenazada su vida, fray Bartolomé Arrazola desdeña a sus captores e intenta, sin éxito, un engaño salvador:  -Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.   Imagen de: https://unsplash.com/@jnnfrchn Cuando el eclipse se halla en su momento culmen, el corazón del fraile reposa, aún palpitante, sobre la piedra de sacrificios. Leed el cuento y sabréis por qué . Es casi inevitable que la narración de Monterroso me recuerde a las peripecias de Tintín, Milú,  el doctor Tornasol y el capitán Hadock en El Templo del Sol . A ellos les fue un poco mejor que al fraile.  Hace unos días, conversando sobre eclipses, cuentos y clubes de lectura, una compañera bibliotecaria habló de las personas que eclipsan. En aquel momento, pensé en negativo. Hay quien absorbe toda la energía que encuentra a su alrededor, te opaca, te relega a un rincón.  Pero… Hay quien entra en una habitación como una suerte de marip

La señal

Estaba esta tarde en mi cocina, tomando un yogur natural desnatado y edulcorado. Escuchaba un episodio del podcast Participantes para un delirio , en el que la artista Coco Dávez conversa con el escritor Javier Aznar . Degustaba mi yogur desgrasado y sin azúcar, proletario, un producto lácteo fácilmente olvidable y, de pronto, la señal. La cita.  La artista y el escritor, citan en su charla a Cesare Pavese: No recordamos los días: recordamos los instantes .  Pues estoy lista.  Últimamente los días se suceden sin ningún instante que los diferencien. Trabajo, paseo, zumba, ventana, operarios del ayuntamiento haciendo ruido, supermercado para aprovisionarme de yogures y leche y limones y café, no querer mirar el WhatsApp que me desconcentro, mirarlo, no querer mirar las redes sociales que me desconcierto, y mirarlas, no querer leer más libros que los que tocan , que me disperso, y leerlos… Pero, ¿será cierto que de los últimos siete días no soy capaz de recuperar ni un solo momento? ¿No

La rebelión de las cosas

  Huye rápido, vete lejos es una novela de Fred Vargas en la que Joss, un marinero reconvertido en pregonero, reflexiona sobre las cosas, su vida oculta y dañina:   Joss comprendía desde hacía tiempo que las cosas están dotadas de una vida secreta y perniciosa. (...) El más mínimo error de manipulación provocaba a menudo toda una serie de calamidades en cadena, que podían ir del incidente desagradable a la tragedia, al ofrecerle a la cosa una libertad repentina, por mínima que fuese.  Seguro que os ha ocurrido más de una vez. La otra mañana, estaba yo trajinando en mi cocina, tan feliz. Abrí uno de los armarios altos, uno en el que guardo vajilla que no utilizo a menudo. En realidad, son restos de colecciones que perecieron en algún naufragio doméstico. Allí adentro duermen el sueño de los justos copas desparejas, tazas desportilladas, platos resquebrajados, un par de bandejas grandes más feas que un dolor, y un sinfín de cachivaches. Ahora sé que todos ellos, en la oscuridad y con a

La vidita

Ya ha anochecido, mañana es jueves. Aquí me tenéis, a vueltas con nuestras trescientas palabras semanales. Es difícil sustraerse a la actualidad: el ritmo de vacunación, la cuarta ola, la fase cuatro, la vuelta a las aulas, Filomena, la ola de frío polar. Pese a que no quiero escribir sobre nada de ello, mi cabeza, como las vuestras, no deja de dar vueltas sobre lo mismo, una y otra y otra vez.  Fotografía de Anna & Daniel  Hay una cita maravillosa, una frase de la novela La uruguaya , de Pedro Mairal , que quizás me ayude. Nos ayude. Si no podés con la vida, probá con la vidita.  Y es que no podemos hacer más que ocuparnos de las cosas más pequeñas y cotidianas, buscar burbujas de luz. Algo bonito, sencillo, a ser posible ordenado y un poco gracioso.  Un guiso de legumbres puede contener varias burbujas de luz: el sabor, el aroma, el calor, el cuidado que alguien ha puesto en su elaboración. Cada quien le aporta su impronta, su esencia, por eso, no hay dos guisos iguales ... aún s

Nuestro velero

  Podría contaros que he terminado de leer una novela. Se trata de   El gran amor de Galdós , y la firma el autor canario Santiago Gil. Podría deciros que, como los amores inconclusos y eternos, me ha dejado un sabor a guayabas y un aroma a incensarios. Benito y Sisita siguen, en mi imaginación, escondidos en un portón de Las Palmas de Gran Canaria. Furtivos, aguardan un barco que los lleve a un futuro clandestino en otra isla. A una isla y un porvenir luminosos. Podría acunar en estas trescientas palabras el amor de Sisita y Benito. Mi columna de esta semana convertida en refugio de su amor perseguido. Foto de Katekerdi  Podría escribir que hace mucho frío. Que el cielo es como un plato hondo esmaltado en azul. Podría paladear la palabra cencellada, y el sabor que inundase mi boca sería el del helado de limón. No sé por qué la escarcha que cubre hoy todo, me sabe a limón.  Podría tararear un fado, o un bolero. Tratar de describir cómo es la textura del café con leche que tomo por las

Decepción

A medida que cumplo años, hay (pongamos) tres cosas que no llevo nada bien. Saber que la muerte nos alcanza a todos (también, a mí), que los años no influyen ni en la sabiduría, ni en la madurez, y que no importan ni el tiempo ni las circunstancias. Siempre te encontrarás con algo o alguien que te decepcione.  Fotografía de Afra Ramió  Hace años escribí sobre una decepción . Mi sentir de entonces está en ese texto, de una manera tan exacta como si valorase la calidad de mi sueño un reloj inteligente. Y eso que no fue una decepción crucial, ni había amistad de por medio, y era hasta lógico que aquéllo ocurriese.  Parece mentira, una se hace mayor, vieja si queréis, y no aprende a no sentirse herida con las decepciones. Incluso los mejores amigos te decepcionan con alguna frase fuera de tono, o fuera de lugar. Con algo que se callan para no preocuparte, o con algo que te sueltan sin filtros, sin caer en la cuenta de lo que pueden doler unas palabras. Las dichas y las que no se pronuncian