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Mostrando las entradas etiquetadas como Amor

Ella y él

Ella asiste a las clases de yoga de los lunes y miércoles. Él, con su impecable traje gris de recepcionista, la saluda con corrección, tratando de imprimir aliento, ánimo y optimismo en sus palabras. Si algo se le puede reprochar a ella, que luce, coqueta, su melena pelirroja, es el desánimo, el desaliento. El pesimismo. —¿Qué tal?—, saluda él. —Bueno, bah. Ahí, ahí. Tirando—, le responde, casi invariablemente, ella.  Él no se conforma, y el cien por cien de las veces refuta sus palabras.  —Tenemos que estar contentos de seguir aquí, vivos. Es suficiente con eso. Si algo se le puede reprochar a él, es que no se ocupa de las plantas de recepción como debiera. Parece mentira que un hombre como él sea tan desatento. No retira las hojas secas del ficus. No riega debidamente las cintas verdiblancas, que aún siendo plantas resistentes, no toleran bien los cambios bruscos en el riego. Ella, los miércoles y, también, los lunes, se lo hace notar.  —Retire las hojas secas del ficus. Deje pasar

Uno de mis miedos

Nunca he convivido con un perro. Tengo dos tortugas: Chico y Rita , Chico es de carácter tranquilo, Rita es dominante, agresiva. Ellas y yo nos ignoramos educadamente: pasan muchos meses al año hibernando, apenas nos miramos. Así que sólo puedo imaginar el dolor o la alegría que puede traer a una vida un perro. La preocupación por su bienestar. Cuidar de él. Que te mire con adoración.  No, no tengo ni idea. Es más, siempre sentí pavor hacia ellos. ¿Por qué? Pues, no sé, tal vez porque se tiende a temer lo que se ignora, porque cuando era niña era habitual oír historias truculentas de jaurías de perros salvajes que vagaban por los extrarradios de la ciudad, transmitiendo la rabia. Historias truculentas basadas en historias reales, porque hace cuarenta años la sensibilidad social e individual era radicalmente distinta.  Hace unos meses, cuando Sur llegó a mi vida (tangencialmente, es cierto, pero cuando alguien a quien quieres tiene un perro, de alguna manera esa decisión te afec

Perder el norte

Esta semana la inspiración me esquivó. Aunque no ocurrió exactamente así. Había escrito algo sobre la lectura y los clubes, sobre que no me gusta clasificar a los lectores según sus lecturas, sobre que no soporto que la lectura, en un club, se desprenda de la ligereza, de esa suerte de alegría y sencillez tan necesarias y deseables. Sobre que leer sí, también es pasar el tiempo, y sí, preocuparte de las peripecias de la protagonista, y sí, que si eso nos distrae de nuestra propia tristeza, o de nuestro propio egocentrismo, sea por el tiempo que sea, unos minutos, unas horas, unos días... simplemente, me parece  soberbio. Pero me dije que ya estaba bien de escribir y de hablar sobre clubes de lectura, al menos, por esta semana. Así que quise hacerlo sobre cuando uno es demasiado joven para imaginar que el dolor que siente ante un desamor, una ruptura, un alejamiento, tarde o temprano, pasará. Pero caí en la cuenta de que lo importante, cuando uno tiene trece, quince, o diecisiete años,

La dedicatoria

Su quinta novela. Su quinto año de amor. Unos cuantos ejemplares llegarían a casa, con una nota: Iratxe, por favor, abre la caja y revisa su contenido .  Le había enviado, también, un guasap , porque Iratxe, amén de guapa, cariñosa, simpática, alegre y cautivadora, era discreta, prudente. Cariño, hoy llegan algunos ejemplares de mi nueva novela, la quinta. ¿No es bonito que lleguen el mismo día de nuestro aniversario? Cinco años ya, amor... Por favor, revisa algún ejemplar. Sobre todo, la dedicatoria.  La suerte estaba echada. Él, teléfono en mano, vio llegar la furgoneta de reparto y espió al repartidor. Imagen de Pixabay Cinco años dan para mucho, pero ya no daban para más. Habían estado tan enamorados. Se habían querido con locura. Pero, desde hacía meses, todo era más tibio, más monótono, más gris. En fin. Estaba loca por Juan y era culpa del desinterés de Sergio. Si se había fijado en Juan era porque lo suyo con Sergio no funcionaba.  Cumpliría su promesa. Revisaría los ejemplar

No te enamores de un dentista

Estos días estoy yendo al dentista por... el motivo que sea . Y pensé en escribir sobre ello. Hasta que caí en la cuenta de que ya lo había hecho. Hace doce años.  No te enamores nunca de un dentista. De una dentista.  A no ser que seas la poseedora o poseedor de una dentadura sin mácula. Blanca, marfileña, con todos tus molares, premolares, colmillos, caninos y demás familia perfectamente alineados, sin la enfermedad maldita (léase, caries). Tampoco te enamores de un estomatólogo si sufres de halitosis, si tus encías no son tan perfectas como las cerezas (suaves, tersas, sonrosadas, en su punto justo de sazón). No. No lo hagas. Y, si a pesar de todo, ocurre, cambia rápidamente de médico.  Sí. Es que nada ni nadie puede resistir al examen cruel y objetivo de la lámpara amarilla, la silla de tortura, ese hombre o esa mujer que, ataviados con bata blanca y protegidos por mascarillas, inspeccionan, pulen, taladran, horadan, rellenan, soplan, enjuagan, pinchan... en tu cavidad bucal. Con

La casa rural

Llegamos cansados. No sentía ninguna afinidad hacia mis acompañantes. A menudo el azar, un contrato o la pura mala suerte, te sitúan junto a compañeros contingentes. Aún había de pasar otra noche, y otro día, y otra noche. Menuda calamidad. A las afueras del pueblo hallamos (GPS mediante) aquella casona con nombre de mujer, el nombre de la que nos miraba, reidora y chispeante, inserta en un azulejo de la fachada. Nos recibió el hijo y nos contó la historia o, tal vez, sólo su versión.  Jane Birkin, años 70. Foto Getty Images, tomada de aquí. Esta era la casa del médico, el tío de mi madre. Ella fue una mujer alegre, libre, deseosa de labrarse un futuro. Y se fue a la ciudad.  Allí estaba su hijo, de vuelta a ese pueblo que su madre quiso dejar atrás.  Daba clases de repaso, le iba bien. Era una belleza. Cuando tenía cuarenta años se enamoró de un alumno al que le doblaba la edad. Y, entonces... Entonces, él. El hijo que había regresado al pueblo del que su madre escapó.  Mis tíos la

La compra

Iba deprisa, introduciendo los ítems de su lista: huevos, leche entera, yogures desnatados, café, helado de vainilla, sacarina, lentejas, té verde, hueso de jamón, brócoli, azúcar. Era una mujer complicada, paradójica. Un ser de contrastes.  Iba despacio, depositando en el carro los productos con los que se topaba en cada sección del supermercado. No recordaba si el hueco de la estantería que albergaba la espuma de afeitar estaba vacío. Iba distraído, con esa mirada serena propia de los seres apacibles.  (Foto tomada de aquí ) En la carnicería se desentendieron un momento de los carros. Ella, preocupada por el colesterol, quería comprar pechuga de pavo. Él, despreocupado de cualquier previsión en los menús, sopesaba si comprar filete de ternera o contramuslos de pollo. Ella, más rápida que él, puso rumbo a otra sección. Él, más lento que ella, se giró con la bandeja de pollo entre las manos y se encontró con un carro y una compra que, definitivamente, no le pertenecían.  Tranquilo, c

Si me das a elegir

Conocí este amor gracias a uno de esos proyectos laborales en los que no crees al cien por cien. Su relación me parecía común: matrimonio de largo recorrido y un hijo. Jubilados, lo que poseían (material e inmaterial) lo habían construido con esmero, esfuerzo y dedicación. A simple vista, un matrimonio mayor más. Pero, no.  Aquellas mañanas en su casa, entre cajas de lata repletas de fotografías dedicadas a la novia, al novio, y tapados con las faldillas, entreví algo precioso. Un destello.   Él había emigrado a un país de montañas con nieves casi perpetuas, de paisajes deslumbrantes… y había descubierto un presente luminoso.  La novia se quedó en el pueblo, atada a sus obligaciones.  He tomado la foto de aquí . Me contaba, mientras se observaba en una foto en la que aparecía casi tan guapo como Richard Burton, que hubiera querido que ella viviese allí, con él. Que experimentase la camaradería y la libertad de las que él disfrutaba, porque se trabajaba mucho y muy duro, pero había ti

El limpiaparabrisas

He visto El limpiaparabrisas , el corto de animación de Alberto Mielgo, tres veces seguidas, una detrás de otra. En cada visualización he descubierto un detalle inadvertido: los pétalos rojos de las flores que se mezclan con la lluvia, los edificios altos impasibles ante la desgracia, las colillas rebosando el cenicero, la lámina azul del cielo que se asoma al mar contagiándole el color. El rojo. El azul. El verde. La velocidad frenética. El catálogo de Tinder. El letrero luminoso de una tienda de lujo. La carrera enloquecida hacia un destino que se desvaneció en el tiempo. El tiempo que no se tuvo en cuenta.  Porque el tiempo no pasa. Pasamos nosotros por él. Y mañana, quizás mañana, no estemos vivos. Pero hoy, sí. Esta pieza es de una factura exquisita, de una sensibilidad artística excelsa. Y sí, nos invita a reflexionar sobre el amor y el paso del tiempo con imágenes sutiles que se intercalan con otras, que no lo son tanto. Algunas nos golpean el corazón. Como golpea un chaparrón i

¿Qué pasará?

¿En serio, María Antonia? ¿En serio vas a volver a escribir sobre el amor? Sí, en serio.  Los lectores de mi newsletter Collage (perdonad el autobombo), saben que he estado viendo una serie protagonizada por una familia de abogadas matrimoniales . No voy a volver sobre lo que conté en mi carta mensual (perdonad, de nuevo, el autobombo), sino que voy a plantear una reflexión basada en una de las tramas principales. Sin spoiler, eso sí.   Fotograma de la serie The Split Y ahora, el planteamiento. Si de joven tuviste la dicha de vivir una relación amorosa de esas que son memorables, de esas que, cuando las vives, piensas, no. Jamás de los jamases, nunca, nunca jamás, por mucho que conozca a otros o a otras, repito, nunca, nunca, nunca, volveré a sentir esto. No.  Y sin embargo, la vida.  Os separasteis. No importa la razón. Tal vez queríais cosas distintas. O una serie de malentendidos lo complicó todo. Esas cosas, pasan.  Y sin embargo, la vida.  Años después os volvéis a encontrar y s

Punto de encuentro

Estoy viendo la serie de Netflix El tiempo que te doy , la historia de la ruptura de una pareja de treintañeros que destila ternura y dolor, nostalgia y cierta esperanza. En uno de sus episodios aparece el punto de encuentro.  Foto tomada de aquí   Cuando las cosas comienzan a torcerse en la pareja, en el cumpleaños de la chica, se reconcilian cenando un sándwich en un mirador con vistas a la ciudad. Llega, entonces, la promesa. Pase lo que pase, todos los cumpleaños de ella se encontrarán en ese mismo lugar y cenarán un sándwich. Ese será su punto de encuentro, por si se pierden, por si (no lo dicen, pero se intuye) ya no están juntos. No importará, seguirán encontrándose allí. El primer cumpleaños que pasan separados, que resulta ser el próximo, ella acude. ¿Irá él? Recordé la maravillosa película de 1957 de Deborah Kerr y Cary Grant. Los protagonistas, comprometidos con otras personas, se conocen en un lujoso transatlántico (¿cómo no se van enamorar estos dos en un lugar así?) y pr

El amor verdadero

Desde que publiqué Blondie , no he dejado de recibir muestras de afecto, incluso, de cariño. En algunos casos, de amor. Ha sido, y está siendo, un viaje precioso. Gracias. La publicación de este librito me ha traído noticias de personas a las que les había perdido la pista. Una de ellas, en una larga conversación que me conmovió (gracias) me hizo una pregunta vinculada a uno de sus proyectos personales:  ¿Dónde reside el amor de verdad, para ti? No he dejado de pensar sobre ello.  No es verdad que, con los años, aprendamos a amar más y mejor.  No es verdad que, si eres joven, no sabes querer. Aún siendo poco, puedes amar hasta la extenuación. Aún no teniendo nada, puedes querer a manos llenas.  El amor reside en el cuidado: a las personas, a las cosas, al trabajo, a las palabras.  Si quieres a alguien, te alegran sus alegrías, te apenan sus tristezas, vives sus éxitos y sientes sus posibles fracasos. Le das la mano para que se levante.   Esta joven mujer lleva un tatuaje en la espalda

Nombres

Todos atesoramos nombres secretos, nombres prohibidos. Me refiero a esos nombres de personas, lugares, épocas y situaciones, que nos guardamos para nosotros, porque son demasiado preciosos, importantes e, incluso, peligrosos, para ser compartidos con los demás.  En esto he estado pensando en esta última semana cuando, por una cuestión laboral, he estado buscando con cierta intensidad cómo nombrar algo que está a punto de comenzar. Y, sin embargo, ese nombre con el que creo haber dado, aún está vacío de significado para mí, pese a lo que evoca y al motivo de mi elección. Habrá de pasar un tiempo, cuanto todo termine y lo recuerde, para que se bañe de una pátina especial. Buena, mala, irrepetible o fácilmente olvidable. Entonces, pasará a formar parte de mis nombres particulares, pero no de mi geografía íntima, pues otras personas lo conocerán.  Este matiz lo diferencia de esos otros nombres esenciales que no podemos ni queremos compartir con nadie. Esas palabras, las que no decimos y no

La bala única

 Leyendo una novela policíaca de Michael Connelly , me encontré con esto: Todo el mundo tiene una persona por ahí, una bala. Y si tienes suerte en la vida, conoces a esa persona. Y una vez que lo haces, una vez te disparan en el corazón, entonces no hay nadie más. No importa lo que ocurra (muerte, divorcio, infidelidad, lo que sea), nadie más puede volver a acercarse. Esa es la teoría de la bala única.  Esta trama secundaria me recordó a Enamorarse , la película protagonizada por Meryl Streep y Robert de Niro. Frank y Molly no buscaban una aventura, no. Ellos estaban casados, Frank tenía hijos, y sus vidas eran apacibles y ordenadas. Sin embargo, se conocen y comparten conversaciones, y risas, y esperas, y se enamoran sin querer. Lo ves en sus ojos y en sus gestos. Frank es la bala única de Molly. Molly dispara al corazón de Frank. Esta peli siempre me ha inquietado, porque... ¿sabían ellos que sus balas únicas andaban por esos mundos de dios? Yo creo que no.  Y, claro, es inevitable p

Collage. Quiero contarte una cosa, o dos

Cuando estoy muy cansada y en el horizonte solo atisbo plazos que están a punto de caducar, tengo tendencia a distraerme con otros asuntos. Sí, leer ficción me ayuda, y mucho. Pero a veces, ni siquiera eso es suficiente para evadirme de esas obligaciones que me ilusionan y me asustan, todo a la vez. Entonces, quiero pintar acuarela, dibujar mandalas, colorear en libretas, bordar en papel, tejer una bufanda. Siento el irrefrenable impulso de hacer collage.  Collage de Mattisse De momento tengo las tijeras, el pegamento, una pila de cuadernos y un montón de recortes que pueden servir para los fondos: letras, hierba, azul cielo, el mar, un cuadro de Piet Mondrian. En mi imaginación, mis collage serán maravillosos, dignos de admirar; todos se asombrarán de mi capacidad para la artesanía.  A menudo, cuando el cansancio puede al nerviosismo (ya sabéis, esos días que todos tenemos), fantaseo con la idea de que seré capaz de hacer cualquier cosa. Algo que me alejará para siempre de mi activida

Cartas

 Queridos lectores:  A menudo me pregunto si esta columna no será una carta. Una carta que escribo para mí, con la excusa de dirigirme a vosotros. Este año las cartas me sobrevuelan.   Hace unos meses, encontré el fragmento de una misiva. En plena borrasca Gloria , un trozo de papel vino a parar a mis pies. La carta está fechada el 29 de octubre de 1979. La firma Víctor y le dice a M. (el nombre se perdió), que está muy enamorado , y lo corrobora con un corazón que abraza sus iniciales. En los renglones, un portal, un temor, un catarro impertinente que los separa, una soledad, unos hermanos y una disculpa.   Rebecca Rebouche . "Your words are stars" ¿Por qué pide disculpas Víctor a M.? ¿Porque no puede verla? ¿Porque aún no conoce a sus hermanos? ¿Por algún incidente en ese portal, que imagino oscuro, frío, húmedo y excitante? No. Por la letra. Está tan resfriado, se encuentra tan mal, que su letra no es buena. Y él lo sabe, y sabe también que ha de esmerarse en las maneras q

Fechas de caducidad

Hace años, en otra vida, trabajé en un supermercado. Fui reponedora, cajera, limpiadora, oveja negra, chivo expiatorio. Después de aquellos meses, tuve otra vida, y luego otra, y ahora otra; pero esas son otras historias .  Mi novio de entonces estaba haciendo la mili en Albacete. Yo estaba enamorada, tanto como solo se puede estar a los dieciséis. Sorda, ciega y ajena a todo lo que no fuese aquel amor. Él volvía a casa cada mes, y pasaba en nuestra ciudad catorce o quince días. Recuerdo nuestras despedidas, nuestros encuentros, las lágrimas calientes y saladas, los abrazos en la estación de tren, lo guapo, lo delgado y lo niño que estaba, y era. Entre permiso y permiso, yo trabajaba diez horas diarias en la tienda. Pese al frío, lo que más me gustaba era ordenar la cámara de los yogures: me reconfortaba colocar los envases por su fecha de caducidad. ¿Sería porque era ordenada y metódica? No, nunca lo fui; ni entonces, ni ahora. Era por las fechas.