Existe un súper poder muy apreciado cuando se es adolescente: el don de la invisibilidad. A los 16 se anhela ser uno más. Hay una suerte de uniforme que potencia esa invisibilidad, cada generación tiene el suyo: pantalones rotos, medias de rejilla. La capa de invisibilidad de Harry Potter.
Desde los 16 a los 17 disfruté de mi propio uniforme. Sólo que éste me dotó de la capacidad contraria. Me hacía visible. Dolorosamente visible.
Era una bata de trabajo, larga y suelta, bicolor. Era una bata heredada, a saber cuántas chicas la utilizaron antes que yo, a saber cuántas la utilizarían después de mí. La bata, decolorada por el lavado semanal, conservaba el cerco de una mancha, en la parte inferior derecha, a la altura del muslo. Completaba el conjunto unas zapatillas de invierno de suelas de goma y borreguillo por dentro, como las que usan, en casa, señoras como ahora lo soy yo.
Con aquella bata ayudaba a llevar la compra a los clientes del supermercado. Recuerdo aquella vez que caminé cuatro pasos detrás de dos chicas muy jóvenes. Paseaban un perrito y se reían. Igual de mí, de mi bata, de la mancha. Recuerdo que una vez hui de un ascensor porque aquel hombre que me sacaba cuarenta años me dijo que era muy guapa y que metiese las bolsas en su casa, sólo así me daría la propina.
Estos días he recordado aquella bata, aquella niña. A aquellas compañeras que nunca, jamás, tuvieron una pizca de compasión. Y a la jefa de la banda, que me enseñó cuánto corrompe el ejercicio del poder. Por pequeño y mezquino que éste sea.
Me he recordado yendo a esa suerte de infierno, mientras rezaba a un dios desconocido para que pasase algo, cualquier cosa, y no tuviese que regresar jamás.
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