La vida, simplemente, ocurre. Luego, nos la contamos cronológicamente, para tratar de encontrarle un sentido. Un significado. Para intentar comprender el cuándo, el cómo y el porqué. Sin embargo, todas las veces, los hechos, las personas, las alegrías y las penas, van y vienen, mientras nosotros, Alicias zarandeadas por las circunstancias, tratamos de no verter el té en la surrealista merienda del Sombrerero Loco.
Ocurre, sí, ocurre. Ocurre que a veces la desdicha nos persigue, adherida a nuestra piel y no podemos desembarazarnos de ella. También pasa, en muchas ocasiones, que una suerte de alegría o de ligereza nos envuelve, como el aroma del azahar o el blanco de los pétalos de unas flores silvestres. El aire parece pesar menos y, al mismo tiempo, llevar cientos de mensajes odoríferos que sólo intuimos, pero que se nos antojan vibrantes, luminosos.
Y, a veces, sin que sepamos muy bien cómo ni por qué, se organiza una jauría. Y nos señala. La jauría puede ser multitudinaria o estar formada por apenas unas pocas decenas de personas cargadas de razón, progresistas, inteligentes, y tal. En la avanzadilla del progreso, de la igualdad. Son gente que no necesita de contexto, porque identifica al instante lo blanco del negro, la intención, el motivo, la responsabilidad. Para esta gente no existen las dudas, ni el gris. Son capaces de unirse, en una cadencia progresiva e imparable, de una en una, de dos en dos, de cuatro en cuatro, y persiguen, azuzan, como las gotas de lluvia que corretean para formar regueros en los cristales de las ventanas.
Ninguno de nosotros estamos libres de ser perseguidos. Pero a mí me consuela (y hasta me enorgullece) saber que nunca he formado parte de una jauría. Y que siempre puedo pertrecharme de amor, valor y cicatriz*. Hacer. Caminar. Caer. Levantarme.
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