Una mañana fría compartimos un café. Hacía años que no nos veíamos y el encuentro fue un poco incómodo, pero al toparnos en la cola de devoluciones de un centro comercial, nos sentimos los dos, hasta cierto punto, obligados.
En otro tiempo, en otra vida, habíamos trabajado en la misma empresa, pero nunca habíamos sido amigos. Él era raro, indiferente, un hombre de pocas pasiones, racional y, sin duda, soso. Yo siempre he sido intempestiva, espontánea, curiosa. A él le gustaba pasear por su ciudad de siempre, quedarse en casa, ver películas, leer. Yo soy inquieta, me he mudado varias veces de casa, de ciudad y hasta de país. No teníamos nada en común.
Sin embargo, aquella mañana, él me preguntó por mi vida sentimental. Nunca lo había hecho. Me sorprendió, y eso fue, hasta cierto punto, agradable e inquietante.
Bueno, ya sabes, le respondí. Los primeros meses son fuegos de artificio, mucho ruido y mucho brillo, pero después... oscuridad y silencio. ¿Y la tuya? ¿Cómo es tu vida sentimental?, le pregunté, verdaderamente interesada.
Nada espectacular, me reveló. Solo algún destello.
Cuando se marchó, me quedé un rato más en aquella cafetería anodina. Sus palabras habían invocado una sucesión de imágenes que pertenecían a otra vida, a otro tiempo.
Aquella horrible cena de empresa, en la que me invitó a bailar una rumba. Una tarde desapacible y triste, en la que me dejó un par de bombones sobre el teclado de mi ordenador. La visita al Planetario portátil, tendidos en el suelo, junto con todos los compañeros de trabajo, observando la Vía Láctea y, de pronto, su mano buscando la mía, sus dedos trenzados con los míos. Y los dos, asidos de la mano, callados y muy quietos, mientras los destellos de las estrellas de artificio nos iluminaban el rostro.
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