Llegamos cansados. No sentía ninguna afinidad hacia mis acompañantes. A menudo el azar, un contrato o la pura mala suerte, te sitúan junto a compañeros contingentes. Aún había de pasar otra noche, y otro día, y otra noche. Menuda calamidad.
A las afueras del pueblo hallamos (GPS mediante) aquella casona con nombre de mujer, el nombre de la que nos miraba, reidora y chispeante, inserta en un azulejo de la fachada. Nos recibió el hijo y nos contó la historia o, tal vez, sólo su versión.
Esta era la casa del médico, el tío de mi madre. Ella fue una mujer alegre, libre, deseosa de labrarse un futuro. Y se fue a la ciudad.
Allí estaba su hijo, de vuelta a ese pueblo que su madre quiso dejar atrás.
Daba clases de repaso, le iba bien. Era una belleza. Cuando tenía cuarenta años se enamoró de un alumno al que le doblaba la edad. Y, entonces...
Entonces, él. El hijo que había regresado al pueblo del que su madre escapó.
Mis tíos la repudiaron. Pero cuando murieron, mi madre heredó. Ella murió poco después.
Y luego, él, convirtió aquella casa en una casa que llamaba a gritos a su madre. Desde el azulejo. Desde el nombre.
Hace tiempo mi padre y sus hijos quisieron conocerme. Me invitaron a uno de esos programas de la tele. Tengo cuarenta años: no me hacen falta, no los necesito. Ni ahora, ni antes, ni después. Nos abandonó. Todos nos abandonaron.
Me atreví a preguntarle si no quería volver a aquella ciudad en la que vivió con su madre. Buscarla en el azahar, en la sal, en el azul brillante del cielo, en las olas blancas.
Es que... estoy enamorado de una mujer que no quiere vivir en otro lugar que no sea éste.
Buen artículo, porque me transmite mucho. Te felicito, María Antonia. Saludos.
ResponderEliminarGracias, Miguel. Cómo te agradezco tu lectura y tu comentario. Que tengas un bonito día.
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