La mayoría de las veces lo que destroza una amistad son las pequeñas traiciones, las falsedades mezquinas que perpetra uno de esos a los que consideras amigo pero del que ya no sabes si puedes fiarte. Porque las grandes mentiras y los hechos trágicos sólo suceden en las producciones de Hollywood y, lo demás es ínfimo, peculiar, una minucia, un arañazo, una rozadura que deviene en decepción ardiente. Los grandes engaños se urden en las tragedias clásicas y en las novelas decimonónicas, y en nuestra vida, que suele ser ordinaria y pequeña excepto por dos o tres acontecimientos fundacionales, es en donde uno (o varios) de esos a los que llamaste amigos, cometen infamias ridículas, sin sentido.
La cualidad dolorosa de esas infamias se deriva, precisamente, de esa falta de sentido. Rozan la deslealtad, juguetean con la mentira, te miran a los ojos para jurarte que no, palabrita de Niño Jesús, que no irán, que no pueden ir, que qué más quisieran, pero que no pueden. O te prometen que no han ido, que cómo se te ocurre, que ni ganas, que sólo irán contigo, eso sí, cuando las ranas críen pelo, o tú puedas ir, que para algo sois amigos, ¿no?
También pueden pedirte perdón porque, claro, se han dado cuenta de que no te han ayudado, no, y la de veces que les has ayudado tú, pero cuando necesitaste de su ayuda no te hicieron caso, no, tenían que haberse implicado más, habérselo tomado en serio, pero tenían mucho lio, aunque no es excusa porque claro que sí, tenían que haberte ayudado, y para eso que acabas de hacer, no necesitas de su ayuda, ¿no?
Aunque, tal vez, lo que rompe una amistad es hacerle saber al otro o a la otra que su pequeña infamia ha sido descubierta.
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