Como el ser humano imperfecto, vulnerable y común que soy, libro mis batallas diarias sin que (casi) nadie caiga en la cuenta. No es nada extraordinario: todos llevamos, cargada a nuestra espalda, una mochila invisible a los ojos de los otros. Esta invisibilidad no es buena ni mala, simplemente es.
Estas batallas de las que hablo y que sé muy bien que (casi) todos libramos suelen ser pequeñas, incómodas, incluso un poco amargas. Se esconden en nuestras zonas más oscuras. Una de esas batallas mías es la de resistir la tentación del escepticismo.
Escuché a Ana María Matute en una entrevista. Decía que, todos los días, se asombraba por algo y que por ello aún era niña. Una niña de cabellos blancos. Escuché a Rosa Montero explicar que quería morirse (dentro de mucho tiempo, eso sí) muy viva.
Pienso que el escepticismo está reñido con el asombro necesario para que la vida sea de interés. Practicar el asombro aleja la amargura. Sentir con intensidad hace que la vida duela más... y adquiera sabor, unas veces ácido, otras, dulce.
No quiero convertirme en una escéptica y, a priori, no tengo (casi) ningún indicio de que esto vaya a ser así. Acaso alguna sospecha, un respingo inoportuno, el malestar que una situación repetitiva, con apariencia de inocente, me provoca. Pero lo cierto es que el escepticismo campa a sus anchas. Las personas, cuando ya no somos jóvenes, dejamos de creer. En el futuro. En zutano. En mengana. En el hoy. Porque nada es para siempre y, a estas alturas, lo hemos aprendido bien.
Qué faena.
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