Dime, ¿qué planeas hacer con tu preciosa, salvaje, única, vida? Mary Oliver
En una salida al campo, el guía que nos mostraba los nidos de los pájaros carpinteros y los hoteles de los insectos, nos ofreció un dato esclarecedor.
Si la edad de la Tierra fuese de un año, nosotros, los Homo Sapiens, existiríamos desde hace... dos segundos.
Allí, en el meandro en el que se mezclan las aguas calizas del Adaja con las aguas claras del Arevalillo, nos contó la historia legendaria de los peces que no se corrompen, y, claro, fue inevitable pensar en la insignificancia y en la trascendencia.
Lo que hace uno, lo hace otro. Nadie es imprescindible. No pasa nada si alguien falla, si alguien ya no existe. Vendrá otro que lo hará igual, o mejor.
Y, sí, es cierto. Pero no del todo.
O, tal vez, con el antropocentrismo que nos caracteriza a buena parte de los seres humanos, quiero creer que no lo es.
Porque, sí. Vendrá alguien que lo hará peor o mejor que tú, que yo. Pero igual, no. Y no, no es lo mismo uno que otro, o al menos, no debería.
Dos segundos en la Tierra, dos, y cuánto daño le hemos causado. Somos presuntuosos. Somos pequeños dioses tiranos. Y pequeños diablillos dolientes.
Manolo García, mi poeta de cabecera, canta: Todos somos hijos del vaivén / centros de universos / muñecos de resortes.
Si eres de los que aguantas mis turras, ya sabes que una de mis novelas se titula Hijos del vaivén... porque el ser humano es el centro del universo de aquellos que lo quieren (si tiene esa suerte) y, a la par, un muñeco que ríe, llora, odia, ama, se estremece... al albur de las circunstancias de su vida.
Nuestra vida pequeña. Insignificante. Preciosa.
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