Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de febrero, 2024

Uno de mis miedos

Nunca he convivido con un perro. Tengo dos tortugas: Chico y Rita , Chico es de carácter tranquilo, Rita es dominante, agresiva. Ellas y yo nos ignoramos educadamente: pasan muchos meses al año hibernando, apenas nos miramos. Así que sólo puedo imaginar el dolor o la alegría que puede traer a una vida un perro. La preocupación por su bienestar. Cuidar de él. Que te mire con adoración.  No, no tengo ni idea. Es más, siempre sentí pavor hacia ellos. ¿Por qué? Pues, no sé, tal vez porque se tiende a temer lo que se ignora, porque cuando era niña era habitual oír historias truculentas de jaurías de perros salvajes que vagaban por los extrarradios de la ciudad, transmitiendo la rabia. Historias truculentas basadas en historias reales, porque hace cuarenta años la sensibilidad social e individual era radicalmente distinta.  Hace unos meses, cuando Sur llegó a mi vida (tangencialmente, es cierto, pero cuando alguien a quien quieres tiene un perro, de alguna manera esa decisión te afec

De viajes y conversaciones

En mi vida prepandémica viajaba por trabajo. En esos viajes solía entablar conversaciones con personas de toda condición. Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay   Recuerdo hoy a aquella mujer de 82 años que se reía como una niña. Había subido al autobús en Plasencia, y volvía a Badajoz, a un pisito de un bloque obrero en el que todos la conocían. Había estado pasando una temporada con una hermana y me contó, con alborozo, que pensaban reunirse, por Navidad, todos los hermanos, en Madrid.  Madrid, iluminada,  está preciosa.  Reía y batía palmas porque, me dijo, si su marido viviese estaría tan contento de poder realizar el viaje por esa autovía tan moderna y tan rápida. Él, al que le gustaba tanto conducir y pescar, que había ganado varios concursos a nivel provincial, regional y hasta estatal. Mi marido lo hubiese disfrutado tanto , me reveló con una chispa de alegría en los ojos.  Me contó de un viaje que se habían regalado las hermanas en el verano. Figúrese, en el balneario,

Perder el norte

Esta semana la inspiración me esquivó. Aunque no ocurrió exactamente así. Había escrito algo sobre la lectura y los clubes, sobre que no me gusta clasificar a los lectores según sus lecturas, sobre que no soporto que la lectura, en un club, se desprenda de la ligereza, de esa suerte de alegría y sencillez tan necesarias y deseables. Sobre que leer sí, también es pasar el tiempo, y sí, preocuparte de las peripecias de la protagonista, y sí, que si eso nos distrae de nuestra propia tristeza, o de nuestro propio egocentrismo, sea por el tiempo que sea, unos minutos, unas horas, unos días... simplemente, me parece  soberbio. Pero me dije que ya estaba bien de escribir y de hablar sobre clubes de lectura, al menos, por esta semana. Así que quise hacerlo sobre cuando uno es demasiado joven para imaginar que el dolor que siente ante un desamor, una ruptura, un alejamiento, tarde o temprano, pasará. Pero caí en la cuenta de que lo importante, cuando uno tiene trece, quince, o diecisiete años,

La dedicatoria

Su quinta novela. Su quinto año de amor. Unos cuantos ejemplares llegarían a casa, con una nota: Iratxe, por favor, abre la caja y revisa su contenido .  Le había enviado, también, un guasap , porque Iratxe, amén de guapa, cariñosa, simpática, alegre y cautivadora, era discreta, prudente. Cariño, hoy llegan algunos ejemplares de mi nueva novela, la quinta. ¿No es bonito que lleguen el mismo día de nuestro aniversario? Cinco años ya, amor... Por favor, revisa algún ejemplar. Sobre todo, la dedicatoria.  La suerte estaba echada. Él, teléfono en mano, vio llegar la furgoneta de reparto y espió al repartidor. Imagen de Pixabay Cinco años dan para mucho, pero ya no daban para más. Habían estado tan enamorados. Se habían querido con locura. Pero, desde hacía meses, todo era más tibio, más monótono, más gris. En fin. Estaba loca por Juan y era culpa del desinterés de Sergio. Si se había fijado en Juan era porque lo suyo con Sergio no funcionaba.  Cumpliría su promesa. Revisaría los ejemplar

No te enamores de un dentista

Estos días estoy yendo al dentista por... el motivo que sea . Y pensé en escribir sobre ello. Hasta que caí en la cuenta de que ya lo había hecho. Hace doce años.  No te enamores nunca de un dentista. De una dentista.  A no ser que seas la poseedora o poseedor de una dentadura sin mácula. Blanca, marfileña, con todos tus molares, premolares, colmillos, caninos y demás familia perfectamente alineados, sin la enfermedad maldita (léase, caries). Tampoco te enamores de un estomatólogo si sufres de halitosis, si tus encías no son tan perfectas como las cerezas (suaves, tersas, sonrosadas, en su punto justo de sazón). No. No lo hagas. Y, si a pesar de todo, ocurre, cambia rápidamente de médico.  Sí. Es que nada ni nadie puede resistir al examen cruel y objetivo de la lámpara amarilla, la silla de tortura, ese hombre o esa mujer que, ataviados con bata blanca y protegidos por mascarillas, inspeccionan, pulen, taladran, horadan, rellenan, soplan, enjuagan, pinchan... en tu cavidad bucal. Con