Hace unos días me preguntaron si había estudiado psicología de manera reglada o autodidacta. La pregunta me la hizo un lector en el transcurso de un encuentro con un club de lectura autogestionado en el que fui a charlar sobre Blondie e Hijos del vaivén.
Soy lectora, sobre todo, de ficción. Y traté de explicar que leer ficción te pone en el lugar del otro, de lo otro. Pero, rápidamente, caí en la cuenta.
Soy observadora, revelé. Muy observadora. Extremadamente observadora. Me fascinan las personas: cómo hablan, cómo se mueven, cómo se tratan. Cuando era niña, en el supermercado, me quedaba mirando embobada (y sin ningún pudor) a la señora o al señor de turno... hasta que ellos, incómodos, me acariciaban la cabeza y mascullaban, qué rica.
Era y es una pasión.
En mi último viaje a Madrid me fui tropezando con sorbos de vida de esa que importa, pequeña, cotidiana y preciosa, que luego he ido relatando a mis íntimos. Están acostumbrados a estos relatos míos. La niña camino del colegio a la que le duele todo: la tripa, la pierna, la cabeza. Las dos jóvenes médicos residentes de primer año, responsables y coquetas, que se pintan las uñas en el tren, acicalándose para salir de fiesta. Mientras, comentan si aquella o la otra parió bonito, o no. La emoción cuando todo sale bien, la preocupación por si algo se tuerce, los roces con algún compañero o estudiante (un poquito intensita, la muchacha), la ambición por aprender, por ser mejores médicos. Me apasionan la gracia con la que una mujer se pinta las uñas del color de las berenjenas, el abrazo fogoso de reencuentro de una pareja, la sonrisa de un niño o una niña cuando el padre o la madre los llevan en brazos.
La vida... a sorbos.
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