Aún no ha amanecido. Estamos en los primeros días de octubre y escribo en la habitación que utilizo de despacho, de confesionario, de cuarto de los trastos, de almacén de recortes de papel, de torre vigía, de celda de clausura. Es aún noche cerrada. Acabo de programar el envío de un correo electrónico para hacer creer a sus destinatarias que soy una adulta funcional que duerme ocho horas, come saludable y practica ejercicio, en concreto, Pilates. Hoy vuelvo a Pilates: me he comprado ropa de deporte y unos calcetines antideslizantes, estaría bien que me protegiesen de los traspiés del día a día, pero me temo que solo funcionan las mañanas de los martes y los jueves. Mentiría si dijera que me hace ilusión volver a Pilates.
Estoy escribiendo y miro por la ventana. Frente a mí, el monstruoso edificio blanco que será, muy pronto, Centro de Día. Tengo amigas que amenazan con apuntarse a los talleres del Centro de Día, yo no puedo, les digo, aún no he cumplido los 60. No me hace gracia que se apunten a lo que sea que vayan a hacer en el Centro de Día. Me excluirán de lo que sea que vayan a hacer ahí.
Escribo y pienso en este mes que se ofrece, aún sin emborronar, como una hoja en blanco. No sé si me gusta octubre. No sabría escoger mi mes favorito, el mes que me es indiferente, ni el mes que me resulta más cruel. Mentira. Sé perfectamente cuál es el mes más cruel. No es octubre, pero este octubre no sé si me gusta.
Escribo y, muy a menudo, pienso que la vida real es lo que pasa ahí afuera. Que la vida que importa más es la que sucede al otro lado de la ventana de mi escondrijo.
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