Ya casi no te acuerdas pero aquellas tardes tórridas de verano en las que tenías que hacer la siesta, te desesperabas dando vueltas entre las sábanas revueltas y rumiando la injusticia. ¡Cómo se podía perder así el tiempo, por dios! No, no era justo. Lleno como estabas de esa energía infantil alimentada de meriendas de pan con margarina y azúcar con leche, o chocolate negro amordazado en un trocito de barra, y tenías que malgastarla quieto, callado, mientras bajo tu cama estaban tus cuentos y tus tebeos de quiosco, y afuera, en la calle, seguro que pasaban todo tipo de cosas… ¡Menuda injusticia! Photo by Nery Zarate on Unsplash Más tarde, de jovenzuelo o jovenzuela, identificabas aquellos descansos vespertinos como una flaqueza. Tú preferías dormir por la noche, descansar bien tus catorce o quince horas, y no cortar el día por la mitad con la milonga de la siesta. Además, por aquel entonces no existían los libros electrónicos ni los móviles con aplicaciones de lectura, y e...