Tengo cuarenta 46 años y, por si fuese poco, soy una mujer normal que acusa los indicios de la juventud perdida. Este de la edad es un mal endémico que, como dice el tópico, se vuelve virtud si pensamos en la alternativa de permanecer joven en el recuerdo. En esta sociedad , la juventud, la chispeante sonrisa, el quedar bien en un selfie, ser lozano y atractivo, parece lo único importante. No es lo que se sabe, sino la capacidad de aprender rápidamente, leí en una entrevista a un no menos joven y pizpireto empresario que hablaba sobre contrataciones. No sé por qué se sobreentiende que los jóvenes, solo por ser jóvenes, tienen más capacidad de adaptación, más amplitud de miras.
Ah, la mirada.
Esa mirada joven que los que ya no lo somos no tendremos jamás. Ni tú ni yo podemos mirar así, te asegura uno de esos jefes. Y ante eso, ¿qué podemos hacer? No me malinterpreten, hay muchos jóvenes a los que admiro por su forma de encarar la vida, su inteligencia y su forma de conducirse. Pero ¿qué pasaría si nuestra sociedad valorase todas las miradas y si cumplir años no fuese un descrédito?
Imaginen que la experiencia y el arrojo se valorasen. Que jóvenes y viejos trabajásemos juntos. Que nunca más nadie debiese escuchar que tu mirada no sirve porque no eres 7 años más joven.
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