Madrid contiene muchas ciudades. La de los de las terrazas del CentroCentro. La del hombre de las rastas que pide dinero en la glorieta de Cuatro Caminos.
Madrid no es una imagen, ni cien, ni mil. Madrid es ese grupo de chicos que hablan sobre amores perdidos, renuncias y sacrificios. Y, si quiere llamarme, que lo haga. Ya veré yo si contesto. Me dan ganas de acercarme y decirle, muy quedo: olvídate de ella, nunca te llamará.
Madrid es esa mujer que camina la Castellana exudando belleza y magnetismo por cada poro de su piel canela. Y la madre de familia que, a las cinco de la tarde, regresa a casa. Lo hace ojerosa, algo despeinada, siempre apurada, encendido el piloto automático que es quien la guía por las líneas de metro (la roja, la gris, el ramal, la circular), y el que hace que levante el brazo para que se pare el autobús en la marquesina. En una hora y media, llegará a casa.
Madrid es esa reponedora del turno de noche de Carrefour. Todos duermen, menos ella, el vigilante de seguridad y los insomnes que compran champú y güisqui a las tres de la mañana.
Madrid es pasear El Retiro. Madrid es periférico, áspero, difícil. Madrid es un pueblo en el Barrio de las Letras. Madrid es Usera, Villaverde, Carabanchel. Madrid es La Cibeles, la Plaza Mayor, la Gran Vía, Lavapiés, Callao, y los túneles subterráneos que la horadan, cual queso de gruyere.
Madrid es una mujer de mediana edad, elegante, impecable, guapa. Madrid es una mujer a la que se le notan las arrugas, las patas de gallo, el cansancio del madrugón.
Madrid es esa mujer que se aloja en un hostal de dudoso gusto. La que anhela escapar de la ciudad que mata o muere. Madrid es.
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