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Mostrando las entradas etiquetadas como Madrid

Madrid es

Madrid contiene muchas ciudades. La de los de las terrazas del CentroCentro . La del hombre de las rastas que pide dinero en la glorieta de Cuatro Caminos.  Madrid no es una imagen, ni cien, ni mil. Madrid es ese grupo de chicos que hablan sobre amores perdidos, renuncias y sacrificios. Y, si quiere llamarme, que lo haga. Ya veré yo si contesto. Me dan ganas de acercarme y decirle, muy quedo: olvídate de ella, nunca te llamará .  Madrid es esa mujer que camina la Castellana exudando belleza y magnetismo por cada poro de su piel canela. Y la madre de familia que, a las cinco de la tarde, regresa a casa. Lo hace ojerosa, algo despeinada, siempre apurada, encendido el piloto automático que es quien la guía por las líneas de metro (la roja, la gris, el ramal, la circular), y el que hace que levante el brazo para que se pare el autobús en la marquesina. En una hora y media, llegará a casa.  Madrid es esa reponedora del turno de noche de Carrefour. Todos duermen, menos ella, el vigilante de

El patio de luces

Te escribo desde un hotel. Hace unos instantes, el llanto de un niño de pecho se ha colado en la habitación. Huele a pollo frito en desesperanza, suena el runrún de los aparatos del aire acondicionado y hay un patio de luces siniestro y sucio por el que se asoman las vidas de un francotirador, una ladrona de bancos, un mal estudiante y una pareja que vive, culpable y ardiente, en una relación clandestina.  Estoy sola en Madrid y, si me perdiese por las calles de esta ciudad que no me comprende y a la que no comprendo, pasarían muchas horas antes de que alguien me echase en falta. Podría desaparecer para siempre y nadie sabría qué habría sido de mí. No sé si la mujer que vive en el cruce de caminos que es esta glorieta grande, ruidosa y sucia, se acordaría de mí. Creo que no. Pese a que en estos días nuestras miradas se han cruzado varias veces, ella sólo está pendiente de sobrevivir.   Es inevitable sentirse sola en una habitación de hotel. Es inevitable sentir la tentación de la hu

Madrid, Madrid, Madrid

Volví a Madrid. Ha hecho calor. Había mucha gente arremolinándose en Callao porque una plataforma de pago estrenaba serie y, sobre el asfalto candente, en torno a adolescentes gritones, habían tendido una alfombra de moqueta azul. He transitado por varias líneas de metro: la 6, la 3, la 2. He subido y bajado larguísimas escaleras mecánicas con un vértigo que no he sabido dominar. En uno de mis trayectos vi a un hombre negro que lucía una chapa militar inspirada en las placas de identificación originales de los soldados de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial. Lo acabo de guglear, claro. También llevaba al cuello una bala. Parecía un marine un día de libranza. Pero no.  Volví a Madrid y no sé si preparada para el estruendo del tráfico y las niñas rubias con andares de jirafa con las que me tropecé en las inmediaciones del Banco de España. Bamboleándose sobre unos tacones, contorsionando sus cuerpos delgados y moviendo sus melenas, se me antojaron seres irreales, de otro planeta.