En mi vida prepandémica viajaba por trabajo. En esos viajes solía entablar conversaciones con personas de toda condición.
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Recuerdo hoy a aquella mujer de 82 años que se reía como una niña. Había subido al autobús en Plasencia, y volvía a Badajoz, a un pisito de un bloque obrero en el que todos la conocían. Había estado pasando una temporada con una hermana y me contó, con alborozo, que pensaban reunirse, por Navidad, todos los hermanos, en Madrid.
Madrid, iluminada, está preciosa.
Reía y batía palmas porque, me dijo, si su marido viviese estaría tan contento de poder realizar el viaje por esa autovía tan moderna y tan rápida. Él, al que le gustaba tanto conducir y pescar, que había ganado varios concursos a nivel provincial, regional y hasta estatal. Mi marido lo hubiese disfrutado tanto, me reveló con una chispa de alegría en los ojos.
Me contó de un viaje que se habían regalado las hermanas en el verano. Figúrese, en el balneario, en una habitación para las tres. Cómo nos lo pasamos. Paseos, baños, risas. Nos cuidaron como a diosas del Olimpo.
He estado a gusto en Plasencia con mi hermana. Pero qué gusto volver a casa.
Yo no pude tener hijos, ¿sabe usted? Pero tengo a los chicos de mis vecinos, que son mis nietos postizos. Dentro de poco será el cumpleaños del mayor y voy a regalarle, como todos los años, un bizcocho. Lo hago en la olla. Tiene truco, ¿sabe usted? Me miró con sus ojos vivos, muy vivos. Suelo esconderle algo de dinero dentro, para que se compre lo que quiera, vaya al cine, qué sé yo. Lo que hagan ahora los jóvenes.
En la estación, uno de sus nietos la recogió y se fueron juntos, del brazo, tan contentos.
Menuda lección de vida.
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