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Un fin de semana en un Zara Home

La idea no es original.  La prota de Cauterio , de Lucía Lijtmaer confesaba:   En ocasiones entro a tiendas de Zara. Son algo parecido a un homenaje, el equivalente a un baño caliente y relajante. Cuando voy a una, lo primero que me golpea es el aire acondicionado, que, en vez de repelerme, me hace sentirme segura. Las tiendas de Zara son mi particular líquido amniótico, en el que me mezo por sus suelos color hueso, por sus superficies de mil, dos mil, tres mil metros cuadrados distribuidos regularmente, de manera minuciosa, en varias plantas. No hay nada más seguro que este espacio. Lo que a mí me ocurre es que fantaseo con pasar todo un fin de semana en un Zara Home. Meterme en una de sus camas de sábanas olorosas, planchadas, suaves. Abrazar los mil y un cojines. Desayunar en una de sus mesas, comer tostadas francesas en sus platitos, beber zumo de naranja recién exprimido en esas copas de cristal cuyo diseño, seguro, se lo robaron a la dinastía Borgia.  No quiero un hotel de lujo
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Cariño

Esa mañana, cuando entró en la red social que acababa de llegar a España, jamás pensó que se toparía con su yo del pasado. Pero sí. Allí estaba ella o, al menos, una foto de ella.  En la fotografía se parecía a la Luz Casal de los años noventa: llevaba el pelo largo, ondulado y negro, gafas de sol, un fular vaporoso, y sonreía. Se acordaba perfectamente de aquel día. De aquellos días. Pese a que había transcurrido mucho tiempo: siete años, que se dice pronto.  Cueva en Beliche, una playa de ensueño del Algarve Se quedó helada. Sin habla. Allí estaba. Ella. Cuando estaba enamorada. A sus espaldas, se intuía una de las playas kilométricas del Algarve portugués, el frío del océano, la arena blanca y suave, el viento que hacía revolotear el fular, su pelo, acaso también, su sonrisa. Y él.  Había sido él, claro, él. Había publicado su foto en esa nueva red social que ella no entendía apenas, pero en la que entraba a veces, porque le hacía bastante gracia. Al menos, hasta ese momento.  Él

Madrid es

Madrid contiene muchas ciudades. La de los de las terrazas del CentroCentro . La del hombre de las rastas que pide dinero en la glorieta de Cuatro Caminos.  Madrid no es una imagen, ni cien, ni mil. Madrid es ese grupo de chicos que hablan sobre amores perdidos, renuncias y sacrificios. Y, si quiere llamarme, que lo haga. Ya veré yo si contesto. Me dan ganas de acercarme y decirle, muy quedo: olvídate de ella, nunca te llamará .  Madrid es esa mujer que camina la Castellana exudando belleza y magnetismo por cada poro de su piel canela. Y la madre de familia que, a las cinco de la tarde, regresa a casa. Lo hace ojerosa, algo despeinada, siempre apurada, encendido el piloto automático que es quien la guía por las líneas de metro (la roja, la gris, el ramal, la circular), y el que hace que levante el brazo para que se pare el autobús en la marquesina. En una hora y media, llegará a casa.  Madrid es esa reponedora del turno de noche de Carrefour. Todos duermen, menos ella, el vigilante de

Uno de mis miedos

Nunca he convivido con un perro. Tengo dos tortugas: Chico y Rita , Chico es de carácter tranquilo, Rita es dominante, agresiva. Ellas y yo nos ignoramos educadamente: pasan muchos meses al año hibernando, apenas nos miramos. Así que sólo puedo imaginar el dolor o la alegría que puede traer a una vida un perro. La preocupación por su bienestar. Cuidar de él. Que te mire con adoración.  No, no tengo ni idea. Es más, siempre sentí pavor hacia ellos. ¿Por qué? Pues, no sé, tal vez porque se tiende a temer lo que se ignora, porque cuando era niña era habitual oír historias truculentas de jaurías de perros salvajes que vagaban por los extrarradios de la ciudad, transmitiendo la rabia. Historias truculentas basadas en historias reales, porque hace cuarenta años la sensibilidad social e individual era radicalmente distinta.  Hace unos meses, cuando Sur llegó a mi vida (tangencialmente, es cierto, pero cuando alguien a quien quieres tiene un perro, de alguna manera esa decisión te afec

De viajes y conversaciones

En mi vida prepandémica viajaba por trabajo. En esos viajes solía entablar conversaciones con personas de toda condición. Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay   Recuerdo hoy a aquella mujer de 82 años que se reía como una niña. Había subido al autobús en Plasencia, y volvía a Badajoz, a un pisito de un bloque obrero en el que todos la conocían. Había estado pasando una temporada con una hermana y me contó, con alborozo, que pensaban reunirse, por Navidad, todos los hermanos, en Madrid.  Madrid, iluminada,  está preciosa.  Reía y batía palmas porque, me dijo, si su marido viviese estaría tan contento de poder realizar el viaje por esa autovía tan moderna y tan rápida. Él, al que le gustaba tanto conducir y pescar, que había ganado varios concursos a nivel provincial, regional y hasta estatal. Mi marido lo hubiese disfrutado tanto , me reveló con una chispa de alegría en los ojos.  Me contó de un viaje que se habían regalado las hermanas en el verano. Figúrese, en el balneario,

Perder el norte

Esta semana la inspiración me esquivó. Aunque no ocurrió exactamente así. Había escrito algo sobre la lectura y los clubes, sobre que no me gusta clasificar a los lectores según sus lecturas, sobre que no soporto que la lectura, en un club, se desprenda de la ligereza, de esa suerte de alegría y sencillez tan necesarias y deseables. Sobre que leer sí, también es pasar el tiempo, y sí, preocuparte de las peripecias de la protagonista, y sí, que si eso nos distrae de nuestra propia tristeza, o de nuestro propio egocentrismo, sea por el tiempo que sea, unos minutos, unas horas, unos días... simplemente, me parece  soberbio. Pero me dije que ya estaba bien de escribir y de hablar sobre clubes de lectura, al menos, por esta semana. Así que quise hacerlo sobre cuando uno es demasiado joven para imaginar que el dolor que siente ante un desamor, una ruptura, un alejamiento, tarde o temprano, pasará. Pero caí en la cuenta de que lo importante, cuando uno tiene trece, quince, o diecisiete años,

La dedicatoria

Su quinta novela. Su quinto año de amor. Unos cuantos ejemplares llegarían a casa, con una nota: Iratxe, por favor, abre la caja y revisa su contenido .  Le había enviado, también, un guasap , porque Iratxe, amén de guapa, cariñosa, simpática, alegre y cautivadora, era discreta, prudente. Cariño, hoy llegan algunos ejemplares de mi nueva novela, la quinta. ¿No es bonito que lleguen el mismo día de nuestro aniversario? Cinco años ya, amor... Por favor, revisa algún ejemplar. Sobre todo, la dedicatoria.  La suerte estaba echada. Él, teléfono en mano, vio llegar la furgoneta de reparto y espió al repartidor. Imagen de Pixabay Cinco años dan para mucho, pero ya no daban para más. Habían estado tan enamorados. Se habían querido con locura. Pero, desde hacía meses, todo era más tibio, más monótono, más gris. En fin. Estaba loca por Juan y era culpa del desinterés de Sergio. Si se había fijado en Juan era porque lo suyo con Sergio no funcionaba.  Cumpliría su promesa. Revisaría los ejemplar