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Como si fuera la primera vez

  Cómo era posible que otra vez hubiese caído en la trampa de dejarse acompañar por él. Siempre la misma historia. La cara de ajo. La mueca escéptica. Mirando el móvil cada dos por tres. Revolviéndose, impaciente, en la butaca de la grada. Era insoportable.  Nunca disfrutaba cuando ella iba a los conciertos del músico loco. Lo miraba, crítica, condescendiente y con desprecio. Le señalaba todos y cada uno de sus muchos y variados defectos: ay, qué vergüenza, no cantes, que lo haces fatal. Deja de saltar, que pareces un chimpancé. ¡No seas ridículo!¿Cómo se te ha ocurrido ponerte esa camiseta de los ochenta? Ella y él, por azar de la compra electrónica de unas entradas para un concierto de su artista favorito, cantan y bailan, pese a las miradas censoras de sus respectivas parejas. Él observa, de refilón, al marido. Ella mira, de soslayo, a la mujer.  Él y ella son muy distintos, al menos, físicamente. Ella es pelirroja, poseedora de una melena de rizos indómitos. Él luce un corte a cepi
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Valor, amor y cicatriz

La vida, simplemente, ocurre. Luego, nos la contamos cronológicamente, para tratar de encontrarle un sentido. Un significado. Para intentar comprender el cuándo, el cómo y el porqué. Sin embargo, todas las veces, los hechos, las personas, las alegrías y las penas, van y vienen, mientras nosotros, Alicias zarandeadas por las circunstancias, tratamos de no verter el té en la surrealista merienda del Sombrerero Loco .  Ocurre, sí, ocurre. Ocurre que a veces la desdicha nos persigue, adherida a nuestra piel y no podemos desembarazarnos de ella. También pasa, en muchas ocasiones, que una suerte de alegría o de ligereza nos envuelve, como el aroma del azahar o el blanco de los pétalos de unas flores silvestres. El aire parece pesar menos y, al mismo tiempo, llevar cientos de mensajes odoríferos que sólo intuimos, pero que se nos antojan vibrantes, luminosos.  Foto de Jero Sánchez Y, a veces, sin que sepamos muy bien cómo ni por qué, se organiza una jauría. Y nos señala. La jauría puede ser

Cabaloria

Deambulo en torno a los restos de la aldea de Cabaloria . No hay calles: la maleza, las piedras que rodaron de las casas en ruinas, las raíces de algunos árboles, dificultan caminar por la ladera del monte.  Las mujeres con sus niñas iban a buscar agua a la fuente. Pero cuando el Alagón excedía los límites de su cauce, se veían obligadas a llenar sus cántaros en un arroyo.  No eran muchos los hombres, ni los niños, no eran muchos, no, pero eran.  Los edificios más emblemáticos eran la escuela y la casa del maestro. Don Ignacio, que vivió allí con su mujer y sus tres hijos, dio clases en los años cincuenta a treinta rapaces y rapazas que entraban en el aula por dos puertas distintas. El resto del tiempo (el que les dejaba la escuela,  el ganado, las labores del campo, el quehacer doméstico, el cuidado de los hermanos y hermanas) correteaban, juntos, por el valle.  No eran muchas las niñas y las mujeres, no. Pero eran. Se alumbraban con candiles y velas, horneaban pan en cada casa, llev

Ella y él

Ella asiste a las clases de yoga de los lunes y miércoles. Él, con su impecable traje gris de recepcionista, la saluda con corrección, tratando de imprimir aliento, ánimo y optimismo en sus palabras. Si algo se le puede reprochar a ella, que luce, coqueta, su melena pelirroja, es el desánimo, el desaliento. El pesimismo. —¿Qué tal?—, saluda él. —Bueno, bah. Ahí, ahí. Tirando—, le responde, casi invariablemente, ella.  Él no se conforma, y el cien por cien de las veces refuta sus palabras.  —Tenemos que estar contentos de seguir aquí, vivos. Es suficiente con eso. Si algo se le puede reprochar a él, es que no se ocupa de las plantas de recepción como debiera. Parece mentira que un hombre como él sea tan desatento. No retira las hojas secas del ficus. No riega debidamente las cintas verdiblancas, que aún siendo plantas resistentes, no toleran bien los cambios bruscos en el riego. Ella, los miércoles y, también, los lunes, se lo hace notar.  —Retire las hojas secas del ficus. Deje pasar

Es mentira

No es la primera vez que escribo sobre contar mentiras . Pero es que en Leer para escribir Nubeteca , el club de lectura y escritura en la nube organizado por el Servicio Provincial de Bibliotecas de Diputación de Badajoz, propuse a los participantes que contasen mentiras. ¿Escribir ficción no es eso? Hubo quienes reflexionaron: odio que me mientan, no soporto mentir . Creo que de veras lo sentían así, pero estoy casi segura de que estaban recreando grandes mentiras, traiciones, dobles vidas, y asuntos de ese jaez. Porque... está demostrado: mentimos todos los días. Puedes argumentar que tú no eres de los que van mintiendo a troche y moche. De acuerdo. Puede ser que tú cuentes una mentira a la semana y otro u otra veinte cada día. Pero mentir, mientes. Mentimos. Y, ¿sabes qué? Benditas mentiras.  No te gustaría vivir en El Tiempo de la Verdad . ¿Te imaginas que en nuestra carta de vacunación figurase la Vacuna Contra la Mentira? A priori parece un mundo perfecto: cero corrupción, cer

Dos segundos

  Dime, ¿qué planeas hacer con tu preciosa, salvaje, única, vida?   Mary Oliver En una salida al campo, el guía que nos mostraba los nidos de los pájaros carpinteros y los hoteles de los insectos, nos ofreció un dato esclarecedor.  Si la edad de la Tierra fuese de un año, nosotros, los Homo Sapiens, existiríamos desde hace... dos segundos.  Allí, en el meandro en el que se mezclan las aguas calizas del Adaja con las aguas claras del Arevalillo, nos contó la historia legendaria de los peces que no se corrompen , y, claro, fue inevitable pensar en la insignificancia y en la trascendencia.  Lo que hace uno, lo hace otro. Nadie es imprescindible. No pasa nada si alguien falla, si alguien ya no existe. Vendrá otro que lo hará igual, o mejor.  Y, sí, es cierto. Pero no del todo.  O, tal vez, con el antropocentrismo que nos caracteriza a buena parte de los seres humanos, quiero creer que no lo es.  Porque, sí. Vendrá alguien que lo hará peor o mejor que tú, que yo. Pero igual, no. Y no, no

Un fin de semana en un Zara Home

La idea no es original.  La prota de Cauterio , de Lucía Lijtmaer confesaba:   En ocasiones entro a tiendas de Zara. Son algo parecido a un homenaje, el equivalente a un baño caliente y relajante. Cuando voy a una, lo primero que me golpea es el aire acondicionado, que, en vez de repelerme, me hace sentirme segura. Las tiendas de Zara son mi particular líquido amniótico, en el que me mezo por sus suelos color hueso, por sus superficies de mil, dos mil, tres mil metros cuadrados distribuidos regularmente, de manera minuciosa, en varias plantas. No hay nada más seguro que este espacio. Lo que a mí me ocurre es que fantaseo con pasar todo un fin de semana en un Zara Home. Meterme en una de sus camas de sábanas olorosas, planchadas, suaves. Abrazar los mil y un cojines. Desayunar en una de sus mesas, comer tostadas francesas en sus platitos, beber zumo de naranja recién exprimido en esas copas de cristal cuyo diseño, seguro, se lo robaron a la dinastía Borgia.  No quiero un hotel de lujo