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Mostrando las entradas etiquetadas como Luz Casal

Ella y él

Ella asiste a las clases de yoga de los lunes y miércoles. Él, con su impecable traje gris de recepcionista, la saluda con corrección, tratando de imprimir aliento, ánimo y optimismo en sus palabras. Si algo se le puede reprochar a ella, que luce, coqueta, su melena pelirroja, es el desánimo, el desaliento. El pesimismo. —¿Qué tal?—, saluda él. —Bueno, bah. Ahí, ahí. Tirando—, le responde, casi invariablemente, ella.  Él no se conforma, y el cien por cien de las veces refuta sus palabras.  —Tenemos que estar contentos de seguir aquí, vivos. Es suficiente con eso. Si algo se le puede reprochar a él, es que no se ocupa de las plantas de recepción como debiera. Parece mentira que un hombre como él sea tan desatento. No retira las hojas secas del ficus. No riega debidamente las cintas verdiblancas, que aún siendo plantas resistentes, no toleran bien los cambios bruscos en el riego. Ella, los miércoles y, también, los lunes, se lo hace notar.  —Retire las hojas secas del ficus. Deje pasar

Cariño

Esa mañana, cuando entró en la red social que acababa de llegar a España, jamás pensó que se toparía con su yo del pasado. Pero sí. Allí estaba ella o, al menos, una foto de ella.  En la fotografía se parecía a la Luz Casal de los años noventa: llevaba el pelo largo, ondulado y negro, gafas de sol, un fular vaporoso, y sonreía. Se acordaba perfectamente de aquel día. De aquellos días. Pese a que había transcurrido mucho tiempo: siete años, que se dice pronto.  Cueva en Beliche, una playa de ensueño del Algarve Se quedó helada. Sin habla. Allí estaba. Ella. Cuando estaba enamorada. A sus espaldas, se intuía una de las playas kilométricas del Algarve portugués, el frío del océano, la arena blanca y suave, el viento que hacía revolotear el fular, su pelo, acaso también, su sonrisa. Y él.  Había sido él, claro, él. Había publicado su foto en esa nueva red social que ella no entendía apenas, pero en la que entraba a veces, porque le hacía bastante gracia. Al menos, hasta ese momento.  Él

Perdonen la tristeza

No consigo digerirlo. No consigo reconciliarme con la idea de que desde mis ventanas no volveré a ver las torres de las Catedrales, las de la Clerecía y, algo más lejana, la cúpula de la iglesia de La Purísima.  Desde hace varios meses, una legión de obreros ha tomado mi calle. Tal vez sean una docena, pero a mí se me antojan legión. Obreros, grúa, hormigoneras, camiones, puntales, andamios. Están construyendo un Centro de Día para mayores de 60 años, una edad que siempre percibí lejana pero que ahora presiento más cerca de  lo que me gustaría. No porque no quiera cumplir años, no. Pero es que esto va muy deprisa, señoras, señores.  No sé por qué no acepto que el paisaje de mi calle ha cambiado para siempre. Tal vez porque me cuesta creer que yo sea tan mayor como dice mi DNI. En una ocasión, haciendo la compra en el supermercado, pensé que esa mujer que me miraba tan fijamente era maleducada, y mayor. Spoiler: era yo. Esto lo cuenta mucho mejor (como todo) Rosa Montero cuando habla d