En el cuento de Augusto Monterroso, en lo más profundo de la selva y amenazada su vida, fray Bartolomé Arrazola desdeña a sus captores e intenta, sin éxito, un engaño salvador:
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Cuando el eclipse se halla en su momento culmen, el corazón del fraile reposa, aún palpitante, sobre la piedra de sacrificios. Leed el cuento y sabréis por qué.
Es casi inevitable que la narración de Monterroso me recuerde a las peripecias de Tintín, Milú, el doctor Tornasol y el capitán Hadock en El Templo del Sol. A ellos les fue un poco mejor que al fraile.
Hace unos días, conversando sobre eclipses, cuentos y clubes de lectura, una compañera bibliotecaria habló de las personas que eclipsan. En aquel momento, pensé en negativo. Hay quien absorbe toda la energía que encuentra a su alrededor, te opaca, te relega a un rincón.
Pero…
Hay quien entra en una habitación como una suerte de mariposa blanca. Todas las miradas van hacia él o hacia ella, ya no existe nadie más. Nada más.
¿Cómo será ser esa blanca mariposa?
Esos eclipses son hermosos cuando la persona lo es. Por su belleza, sea interior o exterior. A medida que voy cumpliendo años me gusta observar más y más la belleza que encierran las cosas. Hay paisajes que también nos eclipsan. A nosotros, que olvidamos que seremos olvido. Por cierto, El olvido que seremos es una hermosa novela que Fernando Trueba ha adaptado al cine.
O la amapola, tan sencilla. Tan rotunda. Tan tersa. Tan preciosa en su color.
O el diente de león, que acaricia y se desvanece, fugaz, con un simple soplo de aire bien dirigido.
Visto así, no es tan malo quedar eclipsado de vez en cuando.
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