No nos conocemos mucho. Apenas hemos coincidido y, eso, lo quieras o no, es un obstáculo para lograr una relación fluida. Por si eso fuera poco, la última vez que nos vimos estuvimos atrapados en una habitación durante un par de horas, aburridos. Tú querías salir a la calle o, al menos, a otra estancia de la casa. Yo tenía el encargo de no ponértelo fácil. Con estas mimbres es complicado establecer una relación.
Eres como un viento del sur: pegajoso, cálido, alborotador y vertiginoso. No te gustan las normas, ni las ataduras: lo tuyo es correr, saltar, y expresarte con espontaneidad. Y sí, eres impulsivo, mucho. Y un ser sencillo. Negro o blanco. Sí o no. Si quiero salir… ¿por qué no me dejas? Si quiero comer chucherías… ¿por qué no me das? Si quiero tumbarme a tu lado en el sofá… ¿por qué me ignoras? Si tú no vives aquí… ¿por qué me das órdenes absurdas?
No, no nos conocemos mucho. Y yo no estoy acostumbrada a seres como tú. Me das un poco de miedo. Sé que tienes buenas intenciones, que no sueles enfadarte, que eres alegre y cariñoso, que necesitas poco para ser feliz: sentirte cuidado, querido, un paseo por el campo, saludar a los amigos y corretear juntos. Pero yo no estoy acostumbrada. Deduzco que aún puedes reaccionar de manera imprevisible, aunque los demás me aseguran que no. No estoy de acuerdo. A mí, que soy muchísimo más vieja que tú (para ti, una anciana) me pasa. Así que a ti… seguro que también.
Cuando me miras con tus ojos de perro, bonitos, confiados y un punto insolentes, no sé dónde meterme. Me siento como si descubrieses mi impostura de señora mayor. Como si supieras que a mí, también, me gustaría vivir así, sin doblez.
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