A 50 metros de mi ventana florece el hormigón. El kilométrico brazo de una grúa se mueve a derecha e izquierda como una mujer de mediana edad en una clase de Pilates. Los hombres golpean, arrastran, insertan y quitan, depositan materiales en contenedores, se hablan a gritos. Desde hace un par de meses, siempre hay un runrún en mi calle, una actividad continua e imparable. Y yo caigo en la cuenta de que me he convertido en un jubilado fascinado por las obras, pero quejoso por el polvo, los ruidos y la valla metálica que abraza al solar agujereado.
Escribo esta columna con el pleno convencimiento de que percibirás el sonido oscilante de la grúa.
Es complicado aislarse de lo que ocurre en el solar. Trabajo con el ordenador pegado al alféizar, la mirada sobrevuela por encima de la pantalla. A las ocho, cuando aún es de noche, enciendo una pequeña lamparita y ellos, si tuviesen fuerzas, motivos y ánimos, verían los ojos miopes de una mujer de mediana edad.
Me gustaría que se fuesen. Me gustaría que los perros del vecindario se internasen en el solar como lo han hecho los últimos veinte años. Pero sé que es imposible: no hay vuelta atrás.
Hace tiempo conocí a una mujer que decía haber mantenido una relación amorosa con un albañil que construía viviendas a cincuenta metros de su ventana. Spoiler: no acabó bien. Nunca supe si creerla. Ella era fantasiosa, proclive a contar cosas que no eran y su narración era siempre soez, agresiva, desagradable.
Pero, como un jubilado ocioso, me fascina la imagen. Una mujer. Un hombre. Una obra. 50 metros. Las chispas que se derraman en cascada cuando la radial corta el metal. El chispazo de dos miradas que se encuentran en la intersección de un escenario imposible.
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