Hay quien siente ansiedad ante la avalancha de recomendaciones de unos y de otros: hay tanto por leer, por escuchar, por ver, por hacer. Tantas actividades que no te puedes perder, tantos pódcast que son maravilla, tantas novedades literarias, tantas exposiciones increíbles… Recorre las redes un hálito hedonista que nos alienta a experimentar, a irnos a Nueva York para que la inspiración vuelva. Es casi una heroicidad mantenernos centrados en nosotros, en nuestro día. En eso tan de a pie como es ir a comprar el pan.
Entono el mea culpa por si alguno de mis textos (breves o larguísimos como suelen ser mis newsletters) os han hecho sentir así. Hace unos días, una lectora comentó en mi Instagram, que la lista de los reyes godos era más corta que la que iba armando con mis propuestas. Lo escribió como un elogio. Me hizo pensar.
Soy entusiasta a la hora de transmitir lo que me gusta. Pero, si eres lector habitual de mis columnas y de mis cartas, ya sabes que el problema es que mis gustos son muy eclécticos: me interesa todo, desde la tinta de los tatuajes hasta la receta conventual de unas galletas, pasando por las palabras como trasmañanar o maturranga...
Pero en estas 300 palabras no voy a recomendarte nada.
Si sientes que te supera el trabajo, la última fiesta, el próximo evento, la charla motivadora, el curso esencial. Respira. Para. Piensa que, igual, no es para ti. Igual es mejor perderse algo. Camina. Solo camina, sintiendo en la piel esta primavera única.
Mi última newsletter se titula Por amor al arte y reivindica el arte de vivir. Pues bien, querida lectora, querido lector: el arte de vivir también consiste en dejar ir. Y escuchar el rumor de la sangre que te cuenta que estás vivo.
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