A medida que cumplo años, hay (pongamos) tres cosas que no llevo nada bien. Saber que la muerte nos alcanza a todos (también, a mí), que los años no influyen ni en la sabiduría, ni en la madurez, y que no importan ni el tiempo ni las circunstancias. Siempre te encontrarás con algo o alguien que te decepcione.
Hace años escribí sobre una decepción. Mi sentir de entonces está en ese texto, de una manera tan exacta como si valorase la calidad de mi sueño un reloj inteligente. Y eso que no fue una decepción crucial, ni había amistad de por medio, y era hasta lógico que aquéllo ocurriese.
Parece mentira, una se hace mayor, vieja si queréis, y no aprende a no sentirse herida con las decepciones. Incluso los mejores amigos te decepcionan con alguna frase fuera de tono, o fuera de lugar. Con algo que se callan para no preocuparte, o con algo que te sueltan sin filtros, sin caer en la cuenta de lo que pueden doler unas palabras. Las dichas y las que no se pronuncian jamás.
Parece mentira, una se hace vieja, mayor si queréis ser políticamente correctos, y cae en la cuenta de las veces, sabiéndolo o no, que ha causado decepción a aquellos a los que más quiere. Es terrible. Duele casi más que las que te infligen a ti. Uno vive y se pasa la vida decepcionando a unos y contentando a otros, buscando afectos y reconocimientos. Tratando de no herir.
Lo último que no llevo bien es darme cuenta, de una forma exacta como leer mi peso en una balanza digital, que es imposible no decepcionar. Menos mal que las amistades, cuando son de verdad, son capaces de sobrevivir a las decepciones. De ser aún más fuertes. Las de verdad, claro.
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