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El bolígrafo

Pocas personas lo saben pero, cuando dedico mi novelita en papel, utilizo un precioso esferógrafo Mont Blanc. Es blanco y plata, pequeño y suave al tacto y con él me siento como una actriz de Hollywood de los años 40.  


Pocas personas lo saben pero, cada vez que escribo con él, recuerdo a mi yo de ocho años, cuando en el colegio una de mis redacciones fue merecedora de un premio. Era, fíjate tú qué cosas, un bolígrafo plateado. La entrega de premios (ocho bolígrafos para ocho niñas) se realizó en el salón de actos, un teatro fantástico con butacas y cortinas pesadas de terciopelo rojo. 

No sé cómo me hubiera sentido escribiendo con aquel bolígrafo, porque solo lo vi de lejos. El día anterior, con el corazón brincándome en el pecho, llevé mi redacción a casa para contarlo. Y, por la mañana, con la emoción, la olvidé en mi habitación. 

Seño, me he olvidado la redacción. 

¡Eres muy despistada! 

¿Puedo ir a buscarla? 

¡No! Así aprenderás.

No sé qué es lo que quiso enseñarme, pero nunca olvidaré cómo perdí mi bolígrafo. Se lo dieron a otra niña que había escrito, en palabras de la profesora, la segunda  mejor redacción de la clase. 

Han pasado décadas. 

Aún me acuerdo cómo sabía mi tristeza. 

A sal. 

En realidad, claro, lo que quería aquella mujer era revancha. Yo no era una niña fácil, calladita y discreta. ¡Sorpresa! Era soñadora, imaginativa, siempre con la cabeza en las nubes, charlatana, reidora. 

Décadas después, cuando miro mi hermosura de bolígrafo, pienso que es demasiado sofisticado para mí, pero… ¡qué demonios! Es ideal para aquella niña de ocho años. 


Ah. Este bolígrafo me lo enviaron de XL Semanal, por mi carta La edad seleccionada por Lorenzo Silva. La niña de entonces y yo se lo agradecemos mucho. 

(Este sábado 30 de abril, haré nuevo envío de mi newsletter mensual Collage. Para suscribirte, aquí). 


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