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Mostrando las entradas etiquetadas como Vida

Gozo

En la ciudad grande soy eficiente, el estrés resulta ameno (ya se sabe lo que se elige entre el dolor y la nada). En la isla, en cambio, vivía de mirar el cielo, que era más grande que en cualquier otro lugar. Un reflejo azul porque, de tan pequeña, la isla es casi agua. Yo solía ser una de esas figuras que caminan sobre las azoteas, y disimulaba mi labor de lectora y contadora de nubes. ¿Cuál es tu oficio?, me preguntaban. Tenía que morderme la lengua para no decir que los idealistas nunca han vivido de la tierra.  Azahara Alonso rememora los meses que pasó en Gozo , una isla del archipiélago de Malta. Azahara nos sumerge en esa burbuja suspendida en el tiempo en la que se dedicó a pasear, a mirar por la ventana, a escribir en sus cuadernos. Un año sabático en el que las lecturas, las reflexiones, la calma y los isleños entran y salen de estas páginas que nos recuerdan cómo se respira de manera consciente y por qué somos mucho más que la posible utilidad de lo que hacemos.  Es este li

La compra

Iba deprisa, introduciendo los ítems de su lista: huevos, leche entera, yogures desnatados, café, helado de vainilla, sacarina, lentejas, té verde, hueso de jamón, brócoli, azúcar. Era una mujer complicada, paradójica. Un ser de contrastes.  Iba despacio, depositando en el carro los productos con los que se topaba en cada sección del supermercado. No recordaba si el hueco de la estantería que albergaba la espuma de afeitar estaba vacío. Iba distraído, con esa mirada serena propia de los seres apacibles.  (Foto tomada de aquí ) En la carnicería se desentendieron un momento de los carros. Ella, preocupada por el colesterol, quería comprar pechuga de pavo. Él, despreocupado de cualquier previsión en los menús, sopesaba si comprar filete de ternera o contramuslos de pollo. Ella, más rápida que él, puso rumbo a otra sección. Él, más lento que ella, se giró con la bandeja de pollo entre las manos y se encontró con un carro y una compra que, definitivamente, no le pertenecían.  Tranquilo, c

Perdonen la tristeza

No consigo digerirlo. No consigo reconciliarme con la idea de que desde mis ventanas no volveré a ver las torres de las Catedrales, las de la Clerecía y, algo más lejana, la cúpula de la iglesia de La Purísima.  Desde hace varios meses, una legión de obreros ha tomado mi calle. Tal vez sean una docena, pero a mí se me antojan legión. Obreros, grúa, hormigoneras, camiones, puntales, andamios. Están construyendo un Centro de Día para mayores de 60 años, una edad que siempre percibí lejana pero que ahora presiento más cerca de  lo que me gustaría. No porque no quiera cumplir años, no. Pero es que esto va muy deprisa, señoras, señores.  No sé por qué no acepto que el paisaje de mi calle ha cambiado para siempre. Tal vez porque me cuesta creer que yo sea tan mayor como dice mi DNI. En una ocasión, haciendo la compra en el supermercado, pensé que esa mujer que me miraba tan fijamente era maleducada, y mayor. Spoiler: era yo. Esto lo cuenta mucho mejor (como todo) Rosa Montero cuando habla d

El importe de la factura

Por cuestiones profesionales, últimamente creo algún que otro proyecto, envío algún que otro presupuesto y, con suerte, emito alguna que otra factura. Sí, soy mujer y facturo, pero esto no evita lágrimas ni risas.  Me ha dado por pensar que la vida tiene mucho que ver con todo esto. Proyectos atractivos que, en su desarrollo, pesan como la piedra de Sísifo . Presupuestos que tienen en cuenta las fechas, los porqués, los cómo, los cuándos, los dóndes. No hay que olvidarse del valor añadido, gravado con el subsiguiente impuesto. Porque ese proyecto, no lo dudes, tiene su valor y su carga. La factura se emitirá con la sensación del deber cumplido y con el deseo íntimo de que los tiempos sean los razonables.  Sísifo , por Tiziano (1576) Pero es que, a veces, entusiasmados con una mudanza, un trabajo nuevo, o un viaje, nos metemos en faena y, de pronto, aquello, lo que sea, nos deja de interesar. Nos pesa. Nos pesa infinito. Y el presupuesto… ¿Cuánto habremos de invertir? ¿Habremos presu

Aguanta, corazón

Leyendo la última novela de Susana Fortes recordé el vídeo viral de la niña que se empuja a sí misma en lo alto del tobogán. En Nada que perder , la autora comenta un fragmento de la Odisea. Cito:  “Hay un episodio de la Odisea en el que Ulises regresa a Ítaca exhausto, vencido y cubierto de andrajos y se acuerda de sus amigos muertos. Está a punto de rendirse, sin fuerzas. Entonces, en un impulso de amor propio, aprieta los dientes y se pone en pie. Las palabras que pronuncia son sólo dos. Se las susurra al oído la diosa Atenea: “Aguanta, corazón”. Y esas dos palabras lo salvan. Si los dioses están a tu lado, todo es más fácil. En eso consiste tener suerte”. Es cierto. Si los dioses están a nuestro lado, todo es más fácil. Tal vez eso sea la suerte. La buena suerte. Y no puedo evitar pensar en esa niña que se empuja a sí misma. Ese empujón simbólico son las mismas palabras que la diosa Atenea susurró a Ulises: "Aguanta, corazón". Quizás la diosa se las dijo a la niña.  E

Si me das a elegir

Conocí este amor gracias a uno de esos proyectos laborales en los que no crees al cien por cien. Su relación me parecía común: matrimonio de largo recorrido y un hijo. Jubilados, lo que poseían (material e inmaterial) lo habían construido con esmero, esfuerzo y dedicación. A simple vista, un matrimonio mayor más. Pero, no.  Aquellas mañanas en su casa, entre cajas de lata repletas de fotografías dedicadas a la novia, al novio, y tapados con las faldillas, entreví algo precioso. Un destello.   Él había emigrado a un país de montañas con nieves casi perpetuas, de paisajes deslumbrantes… y había descubierto un presente luminoso.  La novia se quedó en el pueblo, atada a sus obligaciones.  He tomado la foto de aquí . Me contaba, mientras se observaba en una foto en la que aparecía casi tan guapo como Richard Burton, que hubiera querido que ella viviese allí, con él. Que experimentase la camaradería y la libertad de las que él disfrutaba, porque se trabajaba mucho y muy duro, pero había ti

Sur

No nos conocemos mucho. Apenas hemos coincidido y, eso, lo quieras o no, es un obstáculo para lograr una relación fluida. Por si eso fuera poco, la última vez que nos vimos estuvimos atrapados en una habitación durante un par de horas, aburridos. Tú querías salir a la calle o, al menos, a otra estancia de la casa. Yo tenía el encargo de no ponértelo fácil. Con estas mimbres es complicado establecer una relación.  Eres como un viento del sur: pegajoso, cálido, alborotador y vertiginoso. No te gustan las normas, ni las ataduras: lo tuyo es correr, saltar, y expresarte con espontaneidad. Y sí, eres impulsivo, mucho. Y un ser sencillo. Negro o blanco. Sí o no. Si quiero salir… ¿por qué no me dejas? Si quiero comer chucherías… ¿por qué no me das? Si quiero tumbarme a tu lado en el sofá… ¿por qué me ignoras? Si tú no vives aquí… ¿por qué me das órdenes absurdas?  No, no nos conocemos mucho. Y yo no estoy acostumbrada a seres como tú. Me das un poco de miedo. Sé que tienes buenas intencione

Clic

Un día, se produce el clic.  Y no sabes muy bien por qué, pero de pronto, aquello que te gustaba, que te tenía encandilado, ya no te gusta.  O, lo que es peor, te da igual. No te interesa. Hasta te aburre. Y no aciertas a entender cómo se ha producido, cuándo empezaste a sentir ese desinterés. Ese distanciamiento. Y, si de algo estás seguro es de que si alguien tiene la culpa de que aquello o aquel o aquella deje de interesarte eres tú. Ese descubrimiento te deja perplejo. Antes sí, ahora no. Ahora te da igual, te resulta indiferente. Incluso, un poco molesto. Es como una etiqueta que has cortado mal, y ha quedado deshilachada, y al ponerte la camisa, te roza en la nuca, y sientes que  te está haciendo daño, que puede hacerte una herida. Y si aquí hay alguna culpa (o responsabilidad, que no es plan el culpabilizarse así, a cada rato) es tuya, porque no la arrancaste bien, o porque quizás no debiste tratar de cortarla, o porque dejaste aquella etiqueta mucho tiempo y, luego, un día,

Aquí soy feliz

  Aquí soy feliz , le decía una mujer a alguien que estaba muy lejos de allí. Ella era una señora de pelo blanco, gafas graduadas, falda y blusa recatadas. Iba paseando del brazo de otra señora pulcra y arreglada, como ella. Aquí, soy feliz , proclamaba una y otra vez a través del móvil a alguna persona que, me gusta pensar, la escuchaba atentamente. Feliz. Fue en una mañana de domingo de hace unos meses, en un paseo junto al mar que estaba plagado de caminantes, de corredores, de perritos, de bicicletas, de hombres y mujeres aupados a patinetes, de gentes vocingleras. Hacía calor, un calor de esos que te dejan exhausto, que humedece cada fibra de tu ropa, de tu ser. Pero aquella señora decía ser feliz.  Hace unas semanas fui a la peluquería pues tenía un compromiso en un lugar en el que fui feliz e infeliz, un lugar al que en realidad, no quería volver. (Fui, estuve, regresé. No me apetece volver. Ya no es mi sitio).  La peluquera me contó de un viaje reciente  con una amiga que inten

Hijos del vaivén

Sucede que un sábado cualquiera vas a la boda de unos jóvenes que se miran con el embeleso necesario para no perderse ni una sonrisa, ni un gesto, ni un solo beso. Y te preguntas cómo es posible.  De qué modo raro estás ahí y no allí, cómo es que vas en un tren a un municipio que antes significó mucho y ahora, nada. Por qué acudes a una cita y conoces a alguien inolvidable. Si te hubieses quedado en casa,  si en lugar de ir a la piscina hubieses decidido sestear toda aquella tarde de julio. Sí. No.  Somos hijos del vaivén . Todos. De  elementos externos que nos hacen saltar como muñecos de resortes. Y, sin embargo y quizás por ello, protagonizamos algunos momentos brillantes y efímeros, que se nos antojan eternos. Como la alegría de ver a esos dos jóvenes mirarse.  Todos somos hijos del  vaivén , lo escribió Manolo García, el hombre de nombre corriente que hace que mi corazón vuele. Tal vez por eso y porque cada una de sus canciones me inspira una novela, tal vez por eso escribí Hijos

"Pese a"

Un camino de piedras se extiende ante mí, ante ti. Las piedras son de diferentes tamaños, con diversas texturas y matices. Planas, redondas, puntiagudas, lisas, húmedas, rugosas. Lo que pretendes alcanzar está al final del sendero (que nunca se acaba y está bien que así sea), pues la vida misma es una travesía hermosa que suele ponerse difícil y doler, pero que puede regalarte algún fruto. Cuando llegas a ese recodo en el que descansar, encuentras una roca horadada y suave, respiras y miras, satisfecho, los pasos dados. Reflexionas que no son suficientes, que pudiste dar unos cuantos más. Sortear las dificultades sin hacer daño a otros, ni a ti.  Pero lo hiciste. Caminaste. Y estás relajado, calibrando el disfrute de eso que acabas de alcanzar y que te ayuda a conformar tu forma de ser, y de estar en el mundo.  Y, de pronto, otro caminante que se dirige en sentido contrario al tuyo, te observa y te juzga descansado, frívolo y liviano (la alegría ha de contener cierta liviandad), y se a

Ni un día sin su épica

Cruzó la carretera por el paso elevado. Componía una extraña imagen. Eran los primeros días de septiembre y se encaminaba hacia un edificio público, para realizar un trámite burocrático. Ella, que siempre pensó que la burocracia estaba reñida con la poética.  Hacía calor. Llevaba sandalias blancas. Le hacían daño y, hasta esa misma mañana, no había caído en la cuenta. Solo quedaban treinta minutos para el cierre de las oficinas. Ella, que siempre abominó de los trámites administrativos porque carecían de drama. Pasos elevados del monorraíl, Kuala Lumpur, Malasia .  Tenía una herida abierta en el empeine del pie derecho. En algún momento, esas sandalias blancas que, supuestamente, eran cómodas, le habían procurado una bonita rozadura. Y, hacía pocos minutos, la rozadura se había transfigurado en una llaga que dolía cual llama ardiente. Y no había taxis. Ni autobuses. Y en media hora, la institución en la que tenía que arreglar unos papeles, cerraba. Ella, que siempre tuvo por seguro que

Aquí o allí

 Es inevitable sentirse atraído por jugar a eso de cómo sería yo de feliz si viviera aquí. Si tuviese que caminar por estas calles tan empinadas, si al alzar mi mirada en una primavera voluble, fiera y sin compasión, distinguiera nieve en la montaña; si el ingenio constructivo de los romanos partiese por la mitad mi ciudad, esa en la que iría a comprar el pan y en la que, seguramente, protestaría porque me acordaría de otro pan, de otras calles, tal vez de otro río diferente al Eresma y al Clamores .  Es inevitable jugar a ese juego de disfraz y tratar de adivinar cómo sería un día cualquiera de una primavera cualquiera, bajo un cielo azul brillante que puede tornarse antipático de puro gris. Merodeaba por las calles segovianas, fijándome en dos alcohólicos que disputaban a la puerta de la Casa de los Picos, embebidos en su mundo voraz y desaforado.  Y me fijé, también, en el abrazo ensimismado de una pareja que, en apariencia emocionada, se retrataba con el Alcázar de fondo.  Y, lueg

Siestas

Ya casi no te acuerdas pero aquellas tardes tórridas de verano en las que tenías que hacer la siesta, te desesperabas dando vueltas entre  las sábanas revueltas y rumiando la injusticia. ¡Cómo se podía perder así el tiempo, por dios! No, no era justo. Lleno como estabas de esa energía infantil alimentada de meriendas de pan con margarina y azúcar con leche, o chocolate negro amordazado en un trocito de barra, y tenías que malgastarla quieto, callado, mientras bajo tu cama estaban tus cuentos y tus tebeos de quiosco, y afuera, en la calle, seguro que pasaban todo tipo de cosas… ¡Menuda injusticia!  Photo by Nery Zarate on Unsplash Más tarde, de jovenzuelo o jovenzuela, identificabas aquellos descansos vespertinos como una flaqueza. Tú preferías dormir por la noche, descansar bien tus catorce o quince horas, y no cortar el día por la mitad con la milonga de la siesta. Además, por aquel entonces no existían los libros electrónicos ni los móviles con aplicaciones de lectura, y echarse la

Esperando nada

Ignoro si es mala suerte, si es torpeza o casualidad, o es que las cosas solo parecen fáciles desde las afueras. Lo ignoro. Pero lo cierto es que nunca acierto a la primera y lo manifiesto así, sin rubor. Siempre cometo una equivocación tal que el funcionario de turno me lo afea, inmisericorde, dejándome indefensa y confusa, con ganas de plantearle la solución definitiva:  — Entonces, ¿qué me sugiere? ¿Que me tumbe en el suelo de mi habitación y me deje morir?  También desconozco si hay más almas como la mía, almas atormentadas por los trámites y los recursos, y las advertencias y los correos electrónicos que te desarman y te extravían. Sí, esos correos en los que un funcionario amparado en una dirección genérica te dice: no, mire, haga esto, haga lo otro, pague la tasa correspondiente. Y luego. Luego llega otra notificación en la que te dice que pagar de nuevo la tasa no sirvió para nada, que has vuelto a hacerlo mal, que lo que has hecho (alma de cántaro) no funciona.  Photo by  Ali

El martín pescador

Iba con prisas, sin mascarilla y me topé con una mujer que retrocedió de un salto. Nos apartamos las dos, ahogando una exclamación. Durante la milésima de segundo en la que nos miramos a los ojos, creí reconocer en los suyos el mismo miedo que ella leería en los míos.  Esta imagen me ha perseguido durante semanas. Nos observamos con prevención, nos apartamos. El bicho nos ha robado el placer del encuentro casual , las conversaciones hechas de sonrisas y palabras.  El uno de enero amaneció envuelto en papel de regalo, con un cielo azul que brillaba como los adornos de un árbol de Navidad. En el paseo junto al río nos encontramos a una pareja que miraba detenidamente las orillas, los árboles, los juncos. Eran observadores de aves.  Mi acompañante y yo, borrachos de luz y sol, continuamos caminando por el sendero; escuchando el rumor del agua y los ladridos gozosos de un perro. Cuando regresamos, volvimos a encontrarlos. Eran un hombre grande y una mujer pequeña y estaban entusiasmados, o

Punto de encuentro

Estoy viendo la serie de Netflix El tiempo que te doy , la historia de la ruptura de una pareja de treintañeros que destila ternura y dolor, nostalgia y cierta esperanza. En uno de sus episodios aparece el punto de encuentro.  Foto tomada de aquí   Cuando las cosas comienzan a torcerse en la pareja, en el cumpleaños de la chica, se reconcilian cenando un sándwich en un mirador con vistas a la ciudad. Llega, entonces, la promesa. Pase lo que pase, todos los cumpleaños de ella se encontrarán en ese mismo lugar y cenarán un sándwich. Ese será su punto de encuentro, por si se pierden, por si (no lo dicen, pero se intuye) ya no están juntos. No importará, seguirán encontrándose allí. El primer cumpleaños que pasan separados, que resulta ser el próximo, ella acude. ¿Irá él? Recordé la maravillosa película de 1957 de Deborah Kerr y Cary Grant. Los protagonistas, comprometidos con otras personas, se conocen en un lujoso transatlántico (¿cómo no se van enamorar estos dos en un lugar así?) y pr

Ella

Durante noviembre he salido de casa muy poco. Y, entretanto el verano, como un amante traicionero, se fue sin avisar. Y el otoño, como un novio veleidoso, aparece y desaparece, acordándose de mí solo si no tiene otros planes. Mientras, yo, enfrascada en el hacer y el deshacer. En esto que algunos llaman vivir. Y de pronto ha pasado un año, otro. Y los azares, las rutinas y los meses se han sucedido sin que yo lo haya advertido. .   Durante noviembre he salido de casa muy poco y, cuando lo he hecho, ha sido para entrar en otra casa: la de una mujer joven y hermosa, muy querida para mí. Ella teje y desteje, e imagina qué sucederá en los años que vendrán. Ojalá esos años insospechados sean brillantes y bellos como un cielo azul en invierno.  Hemos estado juntas muchas horas, trabajando. Yo, haciendo y deshaciendo palabras. Ella haciendo y deshaciendo ligamentos de lana. Yo, enredando con el ordenador. Ella, enredando en el telar: la urdimbre, la lana, la canilla, la lanzadera, el peine. 

El amor verdadero

Desde que publiqué Blondie , no he dejado de recibir muestras de afecto, incluso, de cariño. En algunos casos, de amor. Ha sido, y está siendo, un viaje precioso. Gracias. La publicación de este librito me ha traído noticias de personas a las que les había perdido la pista. Una de ellas, en una larga conversación que me conmovió (gracias) me hizo una pregunta vinculada a uno de sus proyectos personales:  ¿Dónde reside el amor de verdad, para ti? No he dejado de pensar sobre ello.  No es verdad que, con los años, aprendamos a amar más y mejor.  No es verdad que, si eres joven, no sabes querer. Aún siendo poco, puedes amar hasta la extenuación. Aún no teniendo nada, puedes querer a manos llenas.  El amor reside en el cuidado: a las personas, a las cosas, al trabajo, a las palabras.  Si quieres a alguien, te alegran sus alegrías, te apenan sus tristezas, vives sus éxitos y sientes sus posibles fracasos. Le das la mano para que se levante.   Esta joven mujer lleva un tatuaje en la espalda

El Congreso

Parecía alemana. Llevaba una falda que le tapaba las rodillas, una rebeca que no era de su talla y unos mocasines escrupulosamente limpios, “de monja”. El cabello estaba resplandeciente de canas. La tez del rostro se veía pálida, lisa, sin lunares, ni cicatrices.  Sería de Berlín. Una intelectual inmersa en la redacción de un manual con teorías novedosas. Una mujer segura de sí misma y de sus logros. Paseaba su mirada por el salón de actos, buscando algo o a alguien, cargando en bandolera un peculiar e incongruente bolso rojo. No pude evitar fijarme en ella, tan distinta al resto de mujeres que asistíamos al Congreso. Quién más, quién menos, nos habíamos comprado algo para estrenar en esos días: una blusa, unos pendientes. Nos habíamos retocado las mechas. Nos habíamos perfumado profusamente. Ella olía a jabón de Heno de Pravia.  Sala del Palacio de Congresos de Salamanca Se sentó en una de las butacas de mi fila. Desde mi posición, la vi acomodar el bolso sobre sus muslos, quitarse la