Ignoro si es mala suerte, si es torpeza o casualidad, o es que las cosas solo parecen fáciles desde las afueras. Lo ignoro. Pero lo cierto es que nunca acierto a la primera y lo manifiesto así, sin rubor. Siempre cometo una equivocación tal que el funcionario de turno me lo afea, inmisericorde, dejándome indefensa y confusa, con ganas de plantearle la solución definitiva:
—Entonces, ¿qué me sugiere? ¿Que me tumbe en el suelo de mi habitación y me deje morir?
También desconozco si hay más almas como la mía, almas atormentadas por los trámites y los recursos, y las advertencias y los correos electrónicos que te desarman y te extravían. Sí, esos correos en los que un funcionario amparado en una dirección genérica te dice: no, mire, haga esto, haga lo otro, pague la tasa correspondiente. Y luego. Luego llega otra notificación en la que te dice que pagar de nuevo la tasa no sirvió para nada, que has vuelto a hacerlo mal, que lo que has hecho (alma de cántaro) no funciona.
Sin embargo, esto de errar tiene sus ventajas. Denme una razón para creer que todo está perdido y una plataforma a la que subir un memorándum explicando cómo y por qué hice lo que hice. Ahí me luzco, saco a relucir mi verbo fluido, me revuelvo y alejo de mí la tentación de abandonar.
Me los imagino. Ella lleva una falda lápiz y una blusa blanca, con lazada al cuello. Él un traje gris. Léelo tú. No, tú. No, no, debes leerlo tú.
Y, al fin, deciden que sí, que bueno, lo que sea por no leer el recurso de esta mujer que fíjate tú cómo son las cosas, lleva cuatro tentativas, cuatro. Y, al final, el primer error que cometió, pues… no era para tanto.
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