Ya casi no te acuerdas pero aquellas tardes tórridas de verano en las que tenías que hacer la siesta, te desesperabas dando vueltas entre las sábanas revueltas y rumiando la injusticia. ¡Cómo se podía perder así el tiempo, por dios! No, no era justo. Lleno como estabas de esa energía infantil alimentada de meriendas de pan con margarina y azúcar con leche, o chocolate negro amordazado en un trocito de barra, y tenías que malgastarla quieto, callado, mientras bajo tu cama estaban tus cuentos y tus tebeos de quiosco, y afuera, en la calle, seguro que pasaban todo tipo de cosas… ¡Menuda injusticia!
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Más tarde, de jovenzuelo o jovenzuela, identificabas aquellos descansos vespertinos como una flaqueza. Tú preferías dormir por la noche, descansar bien tus catorce o quince horas, y no cortar el día por la mitad con la milonga de la siesta. Además, por aquel entonces no existían los libros electrónicos ni los móviles con aplicaciones de lectura, y echarse la siesta consistía en habitar un limbo de tiempo que no iba a ninguna parte, ¡malgastar así tu juventud! ¡Imperdonable! Por supuesto, nada de deshacer la cama a las tres o las cuatro de la tarde. Meterse en la cama era de personas muy, muy ancianas, o de enfermos, muy, muy enfermos. Ellos, lo necesitan. Tú, no.
¿Qué ocurre si te relacionas o convives con un adorador/adoradora de siestas? Tenlo claro, la siesta es su tiempo sagrado, su reconstituyente. Estar con un adorador de siestas es complicado. Te baja las persianas de las habitaciones de hotel sin preguntar. Y ahí te quedas, en medio de toneladas de tiempo muerto.
Pero.
Un día te sorprendes pensando en eso. Tú. En eso. En tu ritual. Y quedas para cenar, porque después de comer, como toda persona civilizada, te echas la siesta.
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