Es inevitable sentirse atraído por jugar a eso de cómo sería yo de feliz si viviera aquí. Si tuviese que caminar por estas calles tan empinadas, si al alzar mi mirada en una primavera voluble, fiera y sin compasión, distinguiera nieve en la montaña; si el ingenio constructivo de los romanos partiese por la mitad mi ciudad, esa en la que iría a comprar el pan y en la que, seguramente, protestaría porque me acordaría de otro pan, de otras calles, tal vez de otro río diferente al Eresma y al Clamores.
Es inevitable jugar a ese juego de disfraz y tratar de adivinar cómo sería un día cualquiera de una primavera cualquiera, bajo un cielo azul brillante que puede tornarse antipático de puro gris.
Merodeaba por las calles segovianas, fijándome en dos alcohólicos que disputaban a la puerta de la Casa de los Picos, embebidos en su mundo voraz y desaforado.
Y me fijé, también, en el abrazo ensimismado de una pareja que, en apariencia emocionada, se retrataba con el Alcázar de fondo.
Y, luego, tras observar las cubiertas inclinadas y los tejados de cucurucho de este edificio defensivo que se me antojaba un palacio de cuento infantil, me fijé en una casa ya vencida, preparada para su demolición. En la fachada, una placa señalaba que en ella había vivido un pintor americano enamorado de aquellos paisajes.
Y, un poco más tarde, junto a la judería y la muralla, leí que por el valle de Clamores se habían marchado los judíos tras su expulsión, doliéndose de lo que se veían obligados a abandonar. Todo su trajín, todos sus recuerdos: sus momentos tristes y alegres, sus instantes felices y amargos.
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