Un camino de piedras se extiende ante mí, ante ti. Las piedras son de diferentes tamaños, con diversas texturas y matices. Planas, redondas, puntiagudas, lisas, húmedas, rugosas. Lo que pretendes alcanzar está al final del sendero (que nunca se acaba y está bien que así sea), pues la vida misma es una travesía hermosa que suele ponerse difícil y doler, pero que puede regalarte algún fruto. Cuando llegas a ese recodo en el que descansar, encuentras una roca horadada y suave, respiras y miras, satisfecho, los pasos dados. Reflexionas que no son suficientes, que pudiste dar unos cuantos más. Sortear las dificultades sin hacer daño a otros, ni a ti.
Pero lo hiciste. Caminaste. Y estás relajado, calibrando el disfrute de eso que acabas de alcanzar y que te ayuda a conformar tu forma de ser, y de estar en el mundo.
Y, de pronto, otro caminante que se dirige en sentido contrario al tuyo, te observa y te juzga descansado, frívolo y liviano (la alegría ha de contener cierta liviandad), y se atreve a juzgar el lugar en el que estás. La compañía, y tal. Y se atreve a decirte que todo, fíjate tú, todo, todito, todo, lo debes. Lo tienes gracias a. Y tú, con fuerzas aún para seguir caminando, porque solo te estás tomando un respiro, echas la vista atrás y caes en la cuenta de que la persona que eres, (con tus flaquezas y tus errores) lo que has visto, vivido, estudiado, leído, reído, trabajado… lo hiciste pese a, no gracias a.
Es fácil juzgar al otro sin haber caminado nunca junto a él. Es fácil (y tentador) caer en la arrogancia de creer saber cómo es. De afearle una conducta que no compartes.
Caminante que caminas en otra dirección: no fue gracias a. Fue pese a.
Comentarios
Publicar un comentario
¡Gracias por tu comentario! Se publicará en cuanto lo lea :-).