Parecía alemana. Llevaba una falda que le tapaba las rodillas, una rebeca que no era de su talla y unos mocasines escrupulosamente limpios, “de monja”. El cabello estaba resplandeciente de canas. La tez del rostro se veía pálida, lisa, sin lunares, ni cicatrices. Sería de Berlín. Una intelectual inmersa en la redacción de un manual con teorías novedosas. Una mujer segura de sí misma y de sus logros. Paseaba su mirada por el salón de actos, buscando algo o a alguien, cargando en bandolera un peculiar e incongruente bolso rojo. No pude evitar fijarme en ella, tan distinta al resto de mujeres que asistíamos al Congreso. Quién más, quién menos, nos habíamos comprado algo para estrenar en esos días: una blusa, unos pendientes. Nos habíamos retocado las mechas. Nos habíamos perfumado profusamente. Ella olía a jabón de Heno de Pravia.
Se sentó en una de las butacas de mi fila. Desde mi posición, la vi acomodar el bolso sobre sus muslos, quitarse la rebeca de lana, atusarse el pelo y cerrar los ojos. Cabecear. Estaría cansada.
Una tras otra las comunicaciones se sucedieron, también la mía. Llegó ese tiempo de interludio en el que los y las congresistas charlan y comentan que han adelgazado bailando zumba, que qué tal va la tesis, que qué está pasando en tu departamento que nadie se jubila y no entra gente nueva.
Barrí con mi mirada la salita en busca de la mujer misteriosa que se me antojaba valiente, hasta empoderada.
La hallé.
Engullía galletas, magdalenas. Y, entre bocado y bocado, guardaba piezas de bollería en el bolso rojo.
Como si fuese su satélite, me acerqué entre confusa y fascinada. Posó su mirada sobre la mía. Y susurró: me llevo esto para mis amigos del parque… me voy, señorita, me voy ya…
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