Un día, se produce el clic.
Y no sabes muy bien por qué, pero de pronto, aquello que te gustaba, que te tenía encandilado, ya no te gusta.
O, lo que es peor, te da igual. No te interesa. Hasta te aburre. Y no aciertas a entender cómo se ha producido, cuándo empezaste a sentir ese desinterés. Ese distanciamiento.
Y, si de algo estás seguro es de que si alguien tiene la culpa de que aquello o aquel o aquella deje de interesarte eres tú. Ese descubrimiento te deja perplejo. Antes sí, ahora no. Ahora te da igual, te resulta indiferente. Incluso, un poco molesto.
Es como una etiqueta que has cortado mal, y ha quedado deshilachada, y al ponerte la camisa, te roza en la nuca, y sientes que te está haciendo daño, que puede hacerte una herida. Y si aquí hay alguna culpa (o responsabilidad, que no es plan el culpabilizarse así, a cada rato) es tuya, porque no la arrancaste bien, o porque quizás no debiste tratar de cortarla, o porque dejaste aquella etiqueta mucho tiempo y, luego, un día, sin ton ni son, la cortas y, encima, lo haces mal.
A veces, uno intenta que aquello (inserte aquí lo que sea), le vuelva a interesar. Razona que si en otro tiempo le gustó tanto, si en otro tiempo le divirtió, ahora, en este tiempo, podría divertirle. Gustarle. Al menos, no resultarle tan profundamente aburrido.
Pero… no.
El clic ha sido determinante. Hubo un clic y no puedes obviarlo. E intentes lo que intentes, aquello (lo que sea: los frutos de los madroños, los centros comerciales, lo que se supone serio), para ti no funcionará jamás. Y la sinceridad, en estos casos, no ayuda.
Y el clic que sigue repitiéndose, con fuerza e imparable, en tu cabeza.
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