Cruzó la carretera por el paso elevado. Componía una extraña imagen. Eran los primeros días de septiembre y se encaminaba hacia un edificio público, para realizar un trámite burocrático. Ella, que siempre pensó que la burocracia estaba reñida con la poética.
Hacía calor. Llevaba sandalias blancas. Le hacían daño y, hasta esa misma mañana, no había caído en la cuenta. Solo quedaban treinta minutos para el cierre de las oficinas. Ella, que siempre abominó de los trámites administrativos porque carecían de drama.
Tenía una herida abierta en el empeine del pie derecho. En algún momento, esas sandalias blancas que, supuestamente, eran cómodas, le habían procurado una bonita rozadura. Y, hacía pocos minutos, la rozadura se había transfigurado en una llaga que dolía cual llama ardiente. Y no había taxis. Ni autobuses. Y en media hora, la institución en la que tenía que arreglar unos papeles, cerraba. Ella, que siempre tuvo por seguro que las oficinas y los faxes eran inventos alienantes.
Se me olvidó. No tenía tiritas. No había farmacias a la vista. Regresar a casa suponía el mismo tormento que continuar hasta el organismo público en el que tenía que aportar un papel en los siguientes veintinueve minutos. Rebuscó en el bolso, por si acaso. Nada.
¿O sí?
Los socorridos pañuelos de papel.
Componía una extraña figura, ella, que nunca pensó verse en esas cuitas. El pañuelo de papel tapaba su sandalia, su pie. Se veía, era un hecho. Pero ya no dolía, podía caminar, tratar de salvar la distancia y el tiempo. Realizar el trámite que debía. Ella, que jamás previó verse en esa tesitura.
Yendo por el paso elevado, con el pañuelo de papel amortajando su pie derecho, una especie de revelación la atravesó. Como un relámpago.
Ni un día sin su épica.
Y estalló en carcajadas.
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