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Mostrando las entradas etiquetadas como Reflexión

Bailar con el más feo

 Me quejaba hoy mismo de lo de ahora y de lo de siempre. La especulación, lo infame de las eléctricas, el sinsentido de la guerra, los intereses de unos pocos que ya son riquísimos y aún quieren más. Más. Del bicho, del aislamiento, de la inseguridad, de no saber a ciencia cierta dónde estaré en un par de meses, si tendré trabajo, si no. Esas cosas de las que estarás más que aburrido. Ya me perdonarás. El caso es que me quejaba sí, y me quejaba mucho y por extenso, y repetía que ya no podía más con la incertidumbre, con el desasosiego, con el no saber con qué noticias nos golpearán los informativos esta noche. Los audios no eran mensajes, no, se habían convertido en verdaderos pódcasts. Más extensos, mucho más, que este que estás escuchando ahora mismo (si es que me escuchas y no me lees. Por cierto, gracias). Pero, al terminar, por fin, de quejarme, de lo más profundo de mi inconsciente surgió la expresión: qué le vamos a hacer. Nos ha tocado bailar con la más fea. Pues bailemos.  Pue

Siestas

Ya casi no te acuerdas pero aquellas tardes tórridas de verano en las que tenías que hacer la siesta, te desesperabas dando vueltas entre  las sábanas revueltas y rumiando la injusticia. ¡Cómo se podía perder así el tiempo, por dios! No, no era justo. Lleno como estabas de esa energía infantil alimentada de meriendas de pan con margarina y azúcar con leche, o chocolate negro amordazado en un trocito de barra, y tenías que malgastarla quieto, callado, mientras bajo tu cama estaban tus cuentos y tus tebeos de quiosco, y afuera, en la calle, seguro que pasaban todo tipo de cosas… ¡Menuda injusticia!  Photo by Nery Zarate on Unsplash Más tarde, de jovenzuelo o jovenzuela, identificabas aquellos descansos vespertinos como una flaqueza. Tú preferías dormir por la noche, descansar bien tus catorce o quince horas, y no cortar el día por la mitad con la milonga de la siesta. Además, por aquel entonces no existían los libros electrónicos ni los móviles con aplicaciones de lectura, y echarse la

Esperando nada

Ignoro si es mala suerte, si es torpeza o casualidad, o es que las cosas solo parecen fáciles desde las afueras. Lo ignoro. Pero lo cierto es que nunca acierto a la primera y lo manifiesto así, sin rubor. Siempre cometo una equivocación tal que el funcionario de turno me lo afea, inmisericorde, dejándome indefensa y confusa, con ganas de plantearle la solución definitiva:  — Entonces, ¿qué me sugiere? ¿Que me tumbe en el suelo de mi habitación y me deje morir?  También desconozco si hay más almas como la mía, almas atormentadas por los trámites y los recursos, y las advertencias y los correos electrónicos que te desarman y te extravían. Sí, esos correos en los que un funcionario amparado en una dirección genérica te dice: no, mire, haga esto, haga lo otro, pague la tasa correspondiente. Y luego. Luego llega otra notificación en la que te dice que pagar de nuevo la tasa no sirvió para nada, que has vuelto a hacerlo mal, que lo que has hecho (alma de cántaro) no funciona.  Photo by  Ali

El martín pescador

Iba con prisas, sin mascarilla y me topé con una mujer que retrocedió de un salto. Nos apartamos las dos, ahogando una exclamación. Durante la milésima de segundo en la que nos miramos a los ojos, creí reconocer en los suyos el mismo miedo que ella leería en los míos.  Esta imagen me ha perseguido durante semanas. Nos observamos con prevención, nos apartamos. El bicho nos ha robado el placer del encuentro casual , las conversaciones hechas de sonrisas y palabras.  El uno de enero amaneció envuelto en papel de regalo, con un cielo azul que brillaba como los adornos de un árbol de Navidad. En el paseo junto al río nos encontramos a una pareja que miraba detenidamente las orillas, los árboles, los juncos. Eran observadores de aves.  Mi acompañante y yo, borrachos de luz y sol, continuamos caminando por el sendero; escuchando el rumor del agua y los ladridos gozosos de un perro. Cuando regresamos, volvimos a encontrarlos. Eran un hombre grande y una mujer pequeña y estaban entusiasmados, o

El amor verdadero

Desde que publiqué Blondie , no he dejado de recibir muestras de afecto, incluso, de cariño. En algunos casos, de amor. Ha sido, y está siendo, un viaje precioso. Gracias. La publicación de este librito me ha traído noticias de personas a las que les había perdido la pista. Una de ellas, en una larga conversación que me conmovió (gracias) me hizo una pregunta vinculada a uno de sus proyectos personales:  ¿Dónde reside el amor de verdad, para ti? No he dejado de pensar sobre ello.  No es verdad que, con los años, aprendamos a amar más y mejor.  No es verdad que, si eres joven, no sabes querer. Aún siendo poco, puedes amar hasta la extenuación. Aún no teniendo nada, puedes querer a manos llenas.  El amor reside en el cuidado: a las personas, a las cosas, al trabajo, a las palabras.  Si quieres a alguien, te alegran sus alegrías, te apenan sus tristezas, vives sus éxitos y sientes sus posibles fracasos. Le das la mano para que se levante.   Esta joven mujer lleva un tatuaje en la espalda

El Congreso

Parecía alemana. Llevaba una falda que le tapaba las rodillas, una rebeca que no era de su talla y unos mocasines escrupulosamente limpios, “de monja”. El cabello estaba resplandeciente de canas. La tez del rostro se veía pálida, lisa, sin lunares, ni cicatrices.  Sería de Berlín. Una intelectual inmersa en la redacción de un manual con teorías novedosas. Una mujer segura de sí misma y de sus logros. Paseaba su mirada por el salón de actos, buscando algo o a alguien, cargando en bandolera un peculiar e incongruente bolso rojo. No pude evitar fijarme en ella, tan distinta al resto de mujeres que asistíamos al Congreso. Quién más, quién menos, nos habíamos comprado algo para estrenar en esos días: una blusa, unos pendientes. Nos habíamos retocado las mechas. Nos habíamos perfumado profusamente. Ella olía a jabón de Heno de Pravia.  Sala del Palacio de Congresos de Salamanca Se sentó en una de las butacas de mi fila. Desde mi posición, la vi acomodar el bolso sobre sus muslos, quitarse la

Más allá de los almendros

Una de las últimas novelas que he leído ha sido Los ingratos de Pedro Simón. Prendida de un trocito de mi ser, se ha quedado Eme .   Eme es grandota, sorda, analfabeta. Anhela amar, pese a las privaciones, la desgracia. O, quizás, por ellas. No desea ser amada, no. Sí tener la oportunidad de dar amor.  Dice el autor que es la historia de una pérdida. Digo yo (con el permiso que me otorga su lectura) que también es el relato de una culpa adquirida, de una soledad indeseada, de unas ansias locas de regalar amor y cuidados. De restituir lo que no llegó a ser. De lo que nunca será.  Photo by Miguel Ángel Sanz on Unsplash La señorita Mercedes , madre de David ( Currete para Eme ) cartografía el pueblo imponiendo fronteras a sus correrías. El niño pronto aprende que esos límites son artificiales y pueden moverse, traspasarse, transgredirse. Eme y Currete , los dos agarraditos de la mano como madre e hijo, en uno de sus  paseos (acaso, el último) van más allá de los almendros, traspasando

Cielo

Últimamente, los comerciales de todo tipo y condición, llaman por teléfono. Antes solían ir casa por casa, a puerta fría, tratando de reclutarte para su compañía del gas o eléctrica. O te vendían máquinas de coser y enciclopedias. Hoy todo es más moderno y aséptico. El bicho infame ha puesto distancia, también, a las relaciones con los comerciales. Sin embargo, siguen pululando los comerciales de maneras antiguas.   Me refiero al método agresivo. Al venga, te ofrezco el oro y el moro, y qué joven eres, cielo, 50 añitos de nada. Venga, venga, dime que sí, dime que sí, y pásame tu última factura, solo para asegurarme, cariño, que eres la titular y por si nos ponen pegas, ya verás cuánto vas a ahorrar .  Fotografía tomada de aquí: "¿Cuántos azules tiene el cielo?" Soy indómita. Voy a mi aire, a mi rollo. No me gusta que cualquiera me llame cielo . Tampoco que intenten halagarme los oídos diciéndome que soy joven. No, ya no lo soy. Lo sé. Mis años son añazos, décadas ya. Cinco. M

¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué es lo que ocurre?

Al principio, estás perpleja, confusa. ¿Cómo puede ser que ese tipo, al que tú conoces en las duras y las maduras, suscite tamaños elogios? ¿Cómo pueden describirlo como un amigo ejemplar, un tío sincero y campechano, alguien confiable con el que subir al Anapurna o ir al bar a trasegar unas cañas?  ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué es lo que ocurre?  Cómo puede ser que ese hombre machista, que se aprovecha de todo y de todos, que se ríe de ti y del otro y de la otra y del más allá, que es mentiroso, hipócrita, que hace tratos hasta con el mismo demonio, cómo puede ser, te dices, entre aturdida y desorientada, que todos le jaleen, que le crean fantástico, único en su especie, amable, gracioso, un pozo de sabiduría,  amigo de sus amigos. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué es lo que ocurre?   Entonces, te enfadas. No, con él, no. Con esas personas formadas, simpáticas, trabajadoras, buenas en lo suyo, que parecen solidarias, feministas, progresistas, que enarbolan la bandera de la sororidad y la empatía. Parecen

El minuto de oro

 Leyendo Los días perfectos de Jacobo Bergareche, me topé con una reflexión situada, creo, en el centro de lo que el escritor quiere contar.  Leo:  “En la televisión en abierto llaman el minuto de oro al pico de audiencia de la jornada, que suele corresponder al momento álgido del programa más popular del prime time. Pienso a menudo en el minuto de oro de mi día, de mi verano, de mi fin de semana. Se lo pregunto a mis hijos a la vuelta de cada excursión, de cada viaje, de cada episodio presuntamente memorable de sus vidas: cuál fue vuestro minuto, No suelen tenerlo claro, les cuesta mucho decidirse por uno. Entonces se lo pongo más fácil, les digo que seleccionen tres o cuatro candidatos a minuto de oro, y de esa manera empiezan a rememorar sus grandes momentos, a transformarlos en narraciones”.  Y fue inevitable.  Photo by Ivan Diaz on Unsplash ¿Cuál ha sido el minuto de oro de mi verano? ¿Cómo ha sido el resto de los minutos que pasaron, sin pena ni gloria, pero que conforman mi vi

Ser de luz

 Esta semana estoy reivindicativa. No soy un ser de luz. Hay cosas (muchas o pocas, echad la cuenta) que me dan mucha rabia.  Me da mucha rabia no poder decirle a una amiga te lo dije, yo tenía razón . Me da rabia porque si se lo digo, igual se molesta, y sí, yo tenía razón . Pero lo que más rabia me da de todo es que cuando me atrevo a decírselo (de manera sutil, para que no se soliviante),  ni se inmuta. ¿Para eso me he conducido con tantos miramientos?  Luego está el tema de la contemporización. ¿No os pasa que queréis contarle algo a un amigo, para que concluya contigo que has hecho bien, que vaya personaje, que desde luego, que vaya, vaya ? Y resulta que no. Que el amigo en cuestión (no quiero señalar a nadie), comienza a contemporizar y a explicarte, bueno, es que en algunos casos se pone, y además, porque verás … Yo no quería explicaciones, ni que contemporizase. Quería apoyo total. ¿Qué ya lo había contado, digamos, a 1, 2, 3, 4 personas y había obtenido apoyo total?  SI. Pero

Eclipses

En el cuento de Augusto Monterroso, en lo más profundo de la selva y amenazada su vida, fray Bartolomé Arrazola desdeña a sus captores e intenta, sin éxito, un engaño salvador:  -Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.   Imagen de: https://unsplash.com/@jnnfrchn Cuando el eclipse se halla en su momento culmen, el corazón del fraile reposa, aún palpitante, sobre la piedra de sacrificios. Leed el cuento y sabréis por qué . Es casi inevitable que la narración de Monterroso me recuerde a las peripecias de Tintín, Milú,  el doctor Tornasol y el capitán Hadock en El Templo del Sol . A ellos les fue un poco mejor que al fraile.  Hace unos días, conversando sobre eclipses, cuentos y clubes de lectura, una compañera bibliotecaria habló de las personas que eclipsan. En aquel momento, pensé en negativo. Hay quien absorbe toda la energía que encuentra a su alrededor, te opaca, te relega a un rincón.  Pero… Hay quien entra en una habitación como una suerte de marip

La encina

 Esta semana, por unas causas y por otras, mi cabeza ha albergado un avispero. De ideas y de palabras. De pantallas. La vida, la real, estaba afuera y yo, en mi torre de cristal, apenas he tenido tiempo de mirarla a los ojos. Si acaso, la he entrevisto en alguno de mis fieles compañeros. Los que no me fallan, y me acompañan en estos días llenos de ruido y de compromisos. De zozobras.  Los libros. Estoy viajando con Steinbeck por Estados Unidos , y en el capítulo en el que el escritor y su leal, caballeroso y viejo caniche gigante francés, acampan en un bosque de secuoyas del sur de Oregón, sentí un loco e intenso anhelo. Quería estar allí, físicamente. Tocar la corteza de esos árboles legendarios. En el silencio, en la umbría. Apoyar la frente en el tronco de uno de ellos, y cerrar los ojos. Dejar atrás el fragor. De Crd637 - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0,   En mi tierra no hay secuoyas ( las del bosque cántabro me pillan lejos ), pero hay encinas. La encina es uno de mis árboles prefer

Ícaro

 Los que me conocen saben que soy una soñadora incorregible. También, que soy dueña de un  realismo descarnado que adapta lo que sueño a mis circunstancias. Cortarme las alas en pleno vuelo no es algo poético. Mirar por el retrovisor para contemplar qué estoy dejando atrás, tampoco. Pero, a veces, ese realismo feroz me ha salvado de algún que otro abismo. De alguna caída.  La caída de Ícaro GOWY, JACOB PEETER Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado Esta reflexión viene a cuento porque vivimos una época rara. Nuestras reacciones son exacerbadas. Nos indignamos con los comportamientos irresponsables e insolidarios, mientras que los que se comportan de forma incívica e inconsciente, se lanzan a las calles, y bailan, y cantan, y ríen, y se abrazan, y viven al límite. Queriendo apurar todo el vino, hasta las heces. Como si no les importase vivir o morir. Como si decidieran obviar su propia mortalidad. Cuando era una jovenzuela, tenía una amiga que me invitó a una reunión que cambia

Las palabras no son inocentes

 Canta Niña Pastori :  No te equivoques que yo no soy la roca, /domina más tu lengua, controla más tu boca/ Que las palabras suelen hacer más daño/ Se clavan en el alma como si fueran clavos. Las palabras, lo que significan y lo que insinúan, no son inocentes. Casi nunca lo son.  Imagen de Quint Buchholdz  Decir, por ejemplo: no te voy a contar lo que sufrí, no te mereces lo que padecí, no puedes saber cómo estuve, tan solo y triste, tan desgraciado y abandonado .  Esto no es necesario. Resumir e indicar, dejar en la bruma de la imaginación del otro lo terrible y desamparado de un suceso, no es necesario. Si no se quiere hacer daño. Al otro.  El deseo de herir, a veces, es demasiado fuerte. El deseo de vengarse, de que el otro se duela todo lo que te doliste tú. Quizás porque esperabas más de él, o de ella, aunque ni tú mismo sepas, con exactitud, qué. Pero aguardabas otra cosa, siempre aguardas otra cosa. Y nunca la consigues. Porque ni tú sabes qué es. El otro, entonces, ha de conver

La lectora

La conocí hace años y la traté durante un tiempo. Era una mujer delgada, de pequeña estatura, de fácil sonrisa. Los ojos, que casi nunca mienten, revelaban la huella de una pena antigua y, sin embargo, nunca se mostró resentida ni amargada.  Nunca, pese a tener motivos, la noté enfadada con la vida.  Era una gran lectora (presupongo que lo sigue siendo), dotada de una sensibilidad especial. Le gustaba escribir, lo hacía muy bien. Y escribía sobre cualquier cosa,  también sobre sus difíciles circunstancias cotidianas, y lo hacía, desde una mirada tierna y poética. Las palabras eran su refugio y su libertad.  Y leía, ya lo he dicho, leía mucho, y de todo, porque no le faltaba inteligencia. Presupongo que seguirá haciéndolo. Que leerá de todo, y mucho.  Y seguro que no ha abandonado  la lectura de novelas de grandes horizontes, protagonizadas por heroínas que corretean en praderas verdes, rodeadas de montañas, bajo un inmenso cielo de nubes blancas.   Leer ese tipo de libros, las novelas

Carne viva

Charlando el otro día con una amiga, caí en la cuenta de la faena que nos han hecho las canciones, las películas, la publicidad y los chistes. Una ya no sabe si un pensamiento es propio, o lo ha tomado prestado de un anuncio de galletas.  Estábamos las dos conversando, tan pichis , y de pronto ella, cargada de razón, me suelta:  es que todo nos lo tomamos en carne viva, no somos capaces de compartimentar, de ser más frías . Y claro, a mí lo de la carne viva , me impactó.  A la mañana siguiente, preparando el café y asomándome a la ventana por si veía al cerdo del vecino (no, por favor, no penséis mal. Es un vecino que tiene de mascota a un cerdo. Sí, ya. A mí también me lo parece...), me arranqué a cantar, es que tengo el corazón en carne vivaaaa .  Otra idea original enfangada por Raphael .  Las horas venideras continuaron trayendo a la playa de mi memoria restos de naufragios fílmicos, musicales, promocionales y demás familia.  Mientras comía, en mitad del campo, unas chuletitas a la

Porque no sabías

Estamos cargados de prejuicios. Incluso el más progresista de nosotros, incluso el más leído o el más culto. El que más ha viajado, o el más sedentario. Raro es encontrar a alguien que lo sepa todo. Y si cree saberlo todo, es que ha caído en el mayor de los prejuicios.  Intento, de vez en cuando, revisar alguna de mis creencias más arraigadas. Las que más me cuesta desterrar son las que se relacionan con asuntos que desconozco. Con las vidas que no alcanzo a imaginar, hasta que no me las encuentro de cara, mirándome fijamente a los ojos desde las páginas de un libro o hablándome desde un podcast.  John William Godward (Londres, 1861-1922) Desde hace un año, escucho podcast los fines de semana, mientras ordeno y limpio un poco la casa, mientras cocino, riego las plantas, tiendo la ropa o, simplemente, me quedo apoyada en la baranda del balcón, con los ojos cerrados, el sol acariciándome el rostro, escuchando esas voces que me hablan, que me cuentan, que me ríen o me lloran.  Muchos de

Vamos a contar mentiras, tralará

Busco mentira en el diccionario de la Real Academia Española, y qué cosas.  Expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente.  Cosa que no es verdad.  Etcétera.  El sábado escuché a Chema Alonso, el hacker bueno , en Plano Corto, el podcast de Almudena Ariza . Decía: Mi gran miedo es cuando la Inteligencia Artificial desarrolle la destreza de mentir para conseguir sus objetivos. Puede ser muy salvaje.  Los seres humanos somos geniales mintiendo, cientos de miles de años de práctica nos avalan.  Leo en El Domingo de las Madres de Graham Swift:  Contar historias, contar cuentos. Siempre con la insinuación de que traficas con mentiras. Pero para ella no sería nunca otra cosa que la tarea de llegar a la médula, al meollo, al corazón, al núcleo, al fondo: la empresa de contar la verdad.  Me pregunto si estas columnas, en las que suelo sembrar más de una mentira para proteger la verdad (como quien oculta un jardín secreto tras una puerta encantada), no serán nada

¿Bailas?

Algunos de mis momentos más felices los he pasado bailando. En las verbenas, en los conciertos. En las discotecas de mi primera juventud.  En aquellos años, las discotecas tenían sesión vespertina, y dos y hasta tres pistas. La pista de los lentos (los bailes, no los acercamientos, que solían ser rapidísimos e igual de fugaces), la de las rumbas y la de la música disco. Yo suplía mi falta de coordinación con mi escandalosa juventud y el revoloteo de una falda estampada que me hacía parecer una zíngara (o así lo quería imaginar yo).  Photo by Olivia Bauso on Unsplash Aquella bola plateada que giraba, la música atronadora que reverberaba en mi estómago, los labios de alguien que me preguntaban si quería bailar una rumba, o una lenta. Y yo sacudía mi melena y mi falda, y hacía un paseíllo al ritmo de los Pet Shop Boys .  A los diecinueve era consciente de que no bailaba tan bien como me gustaría. Pero... ¿y si lo hacía mejor de lo que recuerdo? Sea como fuere, ninguno de mis eventuales c