Esta semana, por unas causas y por otras, mi cabeza ha albergado un avispero. De ideas y de palabras. De pantallas. La vida, la real, estaba afuera y yo, en mi torre de cristal, apenas he tenido tiempo de mirarla a los ojos. Si acaso, la he entrevisto en alguno de mis fieles compañeros. Los que no me fallan, y me acompañan en estos días llenos de ruido y de compromisos. De zozobras.
Los libros.
Estoy viajando con Steinbeck por Estados Unidos, y en el capítulo en el que el escritor y su leal, caballeroso y viejo caniche gigante francés, acampan en un bosque de secuoyas del sur de Oregón, sentí un loco e intenso anhelo. Quería estar allí, físicamente. Tocar la corteza de esos árboles legendarios. En el silencio, en la umbría. Apoyar la frente en el tronco de uno de ellos, y cerrar los ojos. Dejar atrás el fragor.
En mi tierra no hay secuoyas (las del bosque cántabro me pillan lejos), pero hay encinas. La encina es uno de mis árboles preferidos. Es sólida, discreta, vieja, sabia. La encina ha resistido temporales de frío y lluvia, nieve, granizo. Ha salido vencedora de las sequías y las inundaciones, de los desastres provocados por nosotros, los seres humanos.
Hasta Machado las evoca en su poema: ¿Qué tienes tú, negra encina/ campesina,/ con tus ramas sin color/ en el campo sin verdor;/ con tu tronco ceniciento/ sin esbeltez ni altiveza,/ con tu vigor sin tormento,/ y tu humildad que es firmeza?
La encina es noble, y sabe. Ha visto mucho.
La encina sabe que todo es efímero. El barullo, la preocupación, el enjambre de avispas de mi cabeza. Que todo pasa, aunque sea sin razón ni dejar huella.
Que vendrán otros trajines que también pasarán.
Porque todo pasa.
Hasta yo.
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