Una de las últimas novelas que he leído ha sido Los ingratos de Pedro Simón. Prendida de un trocito de mi ser, se ha quedado Eme.
Eme es grandota, sorda, analfabeta. Anhela amar, pese a las privaciones, la desgracia. O, quizás, por ellas. No desea ser amada, no. Sí tener la oportunidad de dar amor.
Dice el autor que es la historia de una pérdida. Digo yo (con el permiso que me otorga su lectura) que también es el relato de una culpa adquirida, de una soledad indeseada, de unas ansias locas de regalar amor y cuidados. De restituir lo que no llegó a ser. De lo que nunca será.
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La señorita Mercedes, madre de David (Currete para Eme) cartografía el pueblo imponiendo fronteras a sus correrías. El niño pronto aprende que esos límites son artificiales y pueden moverse, traspasarse, transgredirse. Eme y Currete, los dos agarraditos de la mano como madre e hijo, en uno de sus paseos (acaso, el último) van más allá de los almendros, traspasando el límite de la relación de la señora que cuida y el niño que es cuidado. Pero no hay temor. Currete está a salvo. Protegido por una campana de amor.
El amor manchado de culpa es intenso, absorbente, absoluto. Quizás asfixiante, excesivamente protector. En cierto modo, así es el amor de Eme, teñido de una culpa antigua de la que no puede desprenderse, y, sin embargo, vestido de una pureza extrema, sin doblez.
Dice Luis Landero en El huerto de Emerson: “En esa vendimia han entrado también, cómo no, los libros que he leído y he incorporado al torrente de mi sangre, y que, ya leídos, son libros vividos, y que por tanto forman parte de mis experiencias personales e intransferibles.”
Siento cómo Eme se incorpora al torrente de mi sangre.
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