Algunos de mis momentos más felices los he pasado bailando. En las verbenas, en los conciertos. En las discotecas de mi primera juventud.
En aquellos años, las discotecas tenían sesión vespertina, y dos y hasta tres pistas. La pista de los lentos (los bailes, no los acercamientos, que solían ser rapidísimos e igual de fugaces), la de las rumbas y la de la música disco. Yo suplía mi falta de coordinación con mi escandalosa juventud y el revoloteo de una falda estampada que me hacía parecer una zíngara (o así lo quería imaginar yo).
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Aquella bola plateada que giraba, la música atronadora que reverberaba en mi estómago, los labios de alguien que me preguntaban si quería bailar una rumba, o una lenta. Y yo sacudía mi melena y mi falda, y hacía un paseíllo al ritmo de los Pet Shop Boys.
A los diecinueve era consciente de que no bailaba tan bien como me gustaría. Pero... ¿y si lo hacía mejor de lo que recuerdo? Sea como fuere, ninguno de mis eventuales compañeros de baile era capaz de danzar como Pacino en Esencia de mujer. Si hubiese sido así, me acordaría.
De lunes a viernes ensayaba como Baby en aquel campamento vacacional de los sesenta. Claro que ella bailaba con Patrick Swayze, y yo sola. Si hubiese sido al revés, no lo hubiera olvidado jamás.
Ahora, que ya no hay juventud, ni larga melena, ni vuelos de falda, ahora, aún, todavía, me encanta bailar. Y ver bailar. Ojalá poder ir a la academia de baile de Jennifer López. Ojalá ser la López y echarme unos bailes con Richard.
Esta columna, hoy, es mi pista de baile. A veces suena un bolero, a veces un tema de rock. Pero siempre, pegadita a mis palabras, te miro fijamente y te pregunto: ¿bailas?
(Si te apetece bailar con la música de La columna del jueves, aquí la tienes)
Pues, si. Porque sabes hacerme bailar al rozarme con tus palabras.
ResponderEliminarMuchas gracias, Lali.
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