Canta Niña Pastori:
No te equivoques que yo no soy la roca, /domina más tu lengua, controla más tu boca/ Que las palabras suelen hacer más daño/ Se clavan en el alma como si fueran clavos.
Las palabras, lo que significan y lo que insinúan, no son inocentes. Casi nunca lo son.
Decir, por ejemplo: no te voy a contar lo que sufrí, no te mereces lo que padecí, no puedes saber cómo estuve, tan solo y triste, tan desgraciado y abandonado.
Esto no es necesario. Resumir e indicar, dejar en la bruma de la imaginación del otro lo terrible y desamparado de un suceso, no es necesario. Si no se quiere hacer daño. Al otro.
El deseo de herir, a veces, es demasiado fuerte. El deseo de vengarse, de que el otro se duela todo lo que te doliste tú. Quizás porque esperabas más de él, o de ella, aunque ni tú mismo sepas, con exactitud, qué. Pero aguardabas otra cosa, siempre aguardas otra cosa. Y nunca la consigues. Porque ni tú sabes qué es. El otro, entonces, ha de convertirse en una especie de mago, atento a tus gestos, a tus silencios, a tus reproches, a esos circunloquios que nunca expresan qué ocurrió, por eso son tan temibles.
Las palabras pueden acariciar, construir puentes, vadear ríos… izarnos a una atalaya en la que observar la belleza del mundo. Pero también pueden ser instrumentos de tortura que golpean una y otra vez, y nos hacen caer, desengañados y heridos, inseguros y aterrorizados en la profunda sima de la incertidumbre del ¿qué va a pasar ahora?
No hay que perder de vista que la insinuación, la mayoría de las veces, es peor que la acusación. No hay que perder de vista que es mejor alejarse de aquello que te hiere.
Tomo nota. Sigo pasos.
ResponderEliminarGracias por leer y comentar, Lali. Un beso.
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