La conocí hace años y la traté durante un tiempo. Era una mujer delgada, de pequeña estatura, de fácil sonrisa. Los ojos, que casi nunca mienten, revelaban la huella de una pena antigua y, sin embargo, nunca se mostró resentida ni amargada.
Nunca, pese a tener motivos, la noté enfadada con la vida.
Era una gran lectora (presupongo que lo sigue siendo), dotada de una sensibilidad especial. Le gustaba escribir, lo hacía muy bien. Y escribía sobre cualquier cosa, también sobre sus difíciles circunstancias cotidianas, y lo hacía, desde una mirada tierna y poética. Las palabras eran su refugio y su libertad.
Y leía, ya lo he dicho, leía mucho, y de todo, porque no le faltaba inteligencia. Presupongo que seguirá haciéndolo. Que leerá de todo, y mucho.
O tal vez, una: aquellas historias de herederas que viajaban a otro continente y lograban ser libres, rodeadas de perros, caballos, y naturaleza salvaje. Viviendo en plenitud, suspendidas sus historias en un eterno final feliz.
A ella.
Leyendo relatos ingenuos para resistir la batalla de su vida. Cada día.
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