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La lectora

La conocí hace años y la traté durante un tiempo. Era una mujer delgada, de pequeña estatura, de fácil sonrisa. Los ojos, que casi nunca mienten, revelaban la huella de una pena antigua y, sin embargo, nunca se mostró resentida ni amargada. 

Nunca, pese a tener motivos, la noté enfadada con la vida. 

Era una gran lectora (presupongo que lo sigue siendo), dotada de una sensibilidad especial. Le gustaba escribir, lo hacía muy bien. Y escribía sobre cualquier cosa,  también sobre sus difíciles circunstancias cotidianas, y lo hacía, desde una mirada tierna y poética. Las palabras eran su refugio y su libertad. 

Y leía, ya lo he dicho, leía mucho, y de todo, porque no le faltaba inteligencia. Presupongo que seguirá haciéndolo. Que leerá de todo, y mucho. 

Y seguro que no ha abandonado la lectura de novelas de grandes horizontes, protagonizadas por heroínas que corretean en praderas verdes, rodeadas de montañas, bajo un inmenso cielo de nubes blancas. Leer ese tipo de libros, las novelas de evasión donde los paisajes, los hombres, las mujeres y los colores son esplendorosos y vibrantes, le producían un inmediato consuelo. Un cierto alivio de una realidad de la que era muy consciente, con la que batallaba a diario, sin rendirse, sin permitirse ni una concesión. 

O  tal vez, una: aquellas historias de herederas que viajaban a otro continente y lograban ser libres, rodeadas de perros, caballos, y naturaleza salvaje. Viviendo en plenitud, suspendidas sus historias en un eterno final feliz. 


Durante estos días se escribe muchísimo sobre el porqué de la lectura. ¿Por qué leer? ¿Qué libros leer? ¿Hay buena o mala literatura? ¿Alta, o baja? Cada vez que un prejuicio intelectualoide (propio o ajeno) se entromete, la recuerdo. 

A ella. 

Leyendo relatos ingenuos para resistir la batalla de su vida. Cada día. 


(Playlist en Spotify de La columna del jueves)

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