Los que me conocen saben que soy una soñadora incorregible. También, que soy dueña de un realismo descarnado que adapta lo que sueño a mis circunstancias. Cortarme las alas en pleno vuelo no es algo poético. Mirar por el retrovisor para contemplar qué estoy dejando atrás, tampoco. Pero, a veces, ese realismo feroz me ha salvado de algún que otro abismo. De alguna caída.
La caída de Ícaro
GOWY, JACOB PEETER
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado
Esta reflexión viene a cuento porque vivimos una época rara. Nuestras reacciones son exacerbadas. Nos indignamos con los comportamientos irresponsables e insolidarios, mientras que los que se comportan de forma incívica e inconsciente, se lanzan a las calles, y bailan, y cantan, y ríen, y se abrazan, y viven al límite. Queriendo apurar todo el vino, hasta las heces. Como si no les importase vivir o morir. Como si decidieran obviar su propia mortalidad.
Cuando era una jovenzuela, tenía una amiga que me invitó a una reunión que cambiaría mi vida. En el saloncito de un piso compartido, personas de diferentes edades escuchábamos a un hombre trajeado. El tipo en cuestión quería revelarnos una verdad: la luz. Saldríamos de allí mejores. Haríamos, para el resto de nuestros días, lo que quisiéramos hacer. Ojo. Lo que quisiéramos. Yo, levanté una mano y pregunté: Pero, a ver. ¿Qué hay que hacer? ¿Vender champú?
Meses después, en los informativos daban detallada cuenta de una estafa piramidal. Una empresa captaba a comerciales con los mecanismos psicológicos y de manipulación emocional que utilizan las sectas. Aquel tipo estafó a aquella amiga.
Me pregunto si en estos tiempos cansados, habrá quien se deje seducir con la promesa de una luz difusa. Me temo que sí.
Atención. A veces la luz, pese a no ser clara, emite el suficiente calor para derretir la cera que nos sujeta a nuestras alas. A nuestros sueños.
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