Hace años, en otra vida, trabajé en un supermercado. Fui reponedora, cajera, limpiadora, oveja negra, chivo expiatorio. Después de aquellos meses, tuve otra vida, y luego otra, y ahora otra; pero esas son otras historias.
Mi novio de entonces estaba haciendo la mili en Albacete. Yo estaba enamorada, tanto como solo se puede estar a los dieciséis. Sorda, ciega y ajena a todo lo que no fuese aquel amor. Él volvía a casa cada mes, y pasaba en nuestra ciudad catorce o quince días. Recuerdo nuestras despedidas, nuestros encuentros, las lágrimas calientes y saladas, los abrazos en la estación de tren, lo guapo, lo delgado y lo niño que estaba, y era. Entre permiso y permiso, yo trabajaba diez horas diarias en la tienda. Pese al frío, lo que más me gustaba era ordenar la cámara de los yogures: me reconfortaba colocar los envases por su fecha de caducidad. ¿Sería porque era ordenada y metódica? No, nunca lo fui; ni entonces, ni ahora. Era por las fechas.
Foto de https://unsplash.com/@neonbrandCatorce de noviembre..., ese día viene. 2 de diciembre..., ya nos habremos dicho adiós en la estación, me prometerá que el mes pasará pronto, pero no es cierto. La caducidad de los productos lácteos no miente.
Hace unas semanas, abrí un paquete de harina. En la solapa, rezaba: consumir preferentemente antes del tres de enero de dos mil veintiuno. Qué alivio sentí. Inmediatamente, me transporté a ese tiempo que aún no existe y deseé, con la misma fuerza que a mis dieciséis, que todo lo malo vivido en este dos mil veinte quedara en el andén de una estación en el que esta vez no habría lágrimas, sino risas y abrazos de reencuentro.
Esto que os cuento, no se lo había contado antes a nadie. Ni siquiera lo sabe mi novio de entonces.
Qué bonito escribes ♥️♥️♥️
ResponderEliminarMuchas gracias, queridísima. No había visto tu comentario. Un besote.
EliminarPrecioso
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias!
Eliminar