Nunca he convivido con un perro. Tengo dos tortugas: Chico y Rita, Chico es de carácter tranquilo, Rita es dominante, agresiva. Ellas y yo nos ignoramos educadamente: pasan muchos meses al año hibernando, apenas nos miramos. Así que sólo puedo imaginar el dolor o la alegría que puede traer a una vida un perro. La preocupación por su bienestar. Cuidar de él. Que te mire con adoración.
No, no tengo ni idea. Es más, siempre sentí pavor hacia ellos. ¿Por qué? Pues, no sé, tal vez porque se tiende a temer lo que se ignora, porque cuando era niña era habitual oír historias truculentas de jaurías de perros salvajes que vagaban por los extrarradios de la ciudad, transmitiendo la rabia. Historias truculentas basadas en historias reales, porque hace cuarenta años la sensibilidad social e individual era radicalmente distinta.
Hace unos meses, cuando Sur llegó a mi vida (tangencialmente, es cierto, pero cuando alguien a quien quieres tiene un perro, de alguna manera esa decisión te afecta), le dediqué una columna en la que le decía:
No nos conocemos mucho. Y yo no estoy acostumbrada a seres como tú. Me das un poco de miedo. Sé que tienes buenas intenciones, que no sueles enfadarte, que eres alegre y cariñoso, que necesitas poco para ser feliz: sentirte cuidado, querido, un paseo por el campo, saludar a los amigos y corretear juntos. Pero yo no estoy acostumbrada.
Acabo de pasar unos días con Sur; en su casa y con su familia humana. No le tengo miedo o, al menos, no tanto como al principio. Y es cierto que tiene aspecto de barón, un barón bonachón y elegante, con una seriedad, a todas luces, impostada. Es impulsivo, grandote, locamente feliz. Ahora no le temo, pero siento vértigo. El cariño, aún siendo necesario y bonito, siempre da miedo.
(Extracto de Miedos, mi Collage de febrero, la carta que envío cada mes a mis queridos suscriptores. Si quieres leer la carta al completo: suscríbete.)
Comentarios
Publicar un comentario
¡Gracias por tu comentario! Se publicará en cuanto lo lea :-).