Queridos lectores:
A menudo me pregunto si esta columna no será una carta. Una carta que escribo para mí, con la excusa de dirigirme a vosotros. Este año las cartas me sobrevuelan.
Hace unos meses, encontré el fragmento de una misiva. En plena borrasca Gloria, un trozo de papel vino a parar a mis pies. La carta está fechada el 29 de octubre de 1979. La firma Víctor y le dice a M. (el nombre se perdió), que está muy enamorado, y lo corrobora con un corazón que abraza sus iniciales. En los renglones, un portal, un temor, un catarro impertinente que los separa, una soledad, unos hermanos y una disculpa.
¿Por qué pide disculpas Víctor a M.? ¿Porque no puede verla? ¿Porque aún no conoce a sus hermanos? ¿Por algún incidente en ese portal, que imagino oscuro, frío, húmedo y excitante? No. Por la letra. Está tan resfriado, se encuentra tan mal, que su letra no es buena. Y él lo sabe, y sabe también que ha de esmerarse en las maneras que utiliza para seducirla. Con las palabras. Con la letra. Con la carta.
Este año, hasta el Boss ha escrito una. Nos estamos escribiendo cada vez más. Unos a otros, pero sobre todo, a nosotros. Necesitamos nombrar y nombrarnos.
Ahora llega ese momento: el de pedir disculpas. Disculpad mi mala letra, mi nula o escasa conexión con vuestros intereses. Disculpad si mi columna es demasiado literaria, o tal vez refleja una experiencia o emoción determinadas con las que no os identificáis. Quizás mi opinión es demasiado subjetiva, condicionada por mis circunstancias. Pero es que ya sabéis. En esta herramienta de seducción que es la escritura, a veces una no da con la tecla exacta. Sabréis perdonarme. Pues a la primera que he de seducir... es a mí.
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