Cuando estoy muy cansada y en el horizonte solo atisbo plazos que están a punto de caducar, tengo tendencia a distraerme con otros asuntos. Sí, leer ficción me ayuda, y mucho. Pero a veces, ni siquiera eso es suficiente para evadirme de esas obligaciones que me ilusionan y me asustan, todo a la vez. Entonces, quiero pintar acuarela, dibujar mandalas, colorear en libretas, bordar en papel, tejer una bufanda. Siento el irrefrenable impulso de hacer collage.
De momento tengo las tijeras, el pegamento, una pila de cuadernos y un montón de recortes que pueden servir para los fondos: letras, hierba, azul cielo, el mar, un cuadro de Piet Mondrian. En mi imaginación, mis collage serán maravillosos, dignos de admirar; todos se asombrarán de mi capacidad para la artesanía.
A menudo, cuando el cansancio puede al nerviosismo (ya sabéis, esos días que todos tenemos), fantaseo con la idea de que seré capaz de hacer cualquier cosa. Algo que me alejará para siempre de mi actividad habitual: no más cursos, no más charlas, no más encuentros, no más estudio. Cambiaré de vida.
Luego, a medida que los días, los eventos, los encuentros profesionales van cumpliéndose y alejándose, se me pasan las ganas de bordar, de pintar, de colorear... Barrunto que en los próximos meses tendré que lidiar con unas carpetas llenas de papeles, una caja de lata con tijeras, pegamento y rotuladores, y una pila de cuadernos. Los pondré en la mesa, los llevaré al salón, los reubicaré en mi despacho, me los llevaré al dormitorio. Un sinsentido.
Terminaré reutilizando muchos de esos objetos para escribir las fechas límite de entrega de artículos y otros textos, y cuando estos nuevos plazos se aproximen amenazantes querré, qué sé yo, decorar una caja, hacer fotografías artísticas, o cantar boleros. ¿No es eso el collage?
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