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Alfombra roja

Un hombre tiende una alfombra roja por las calles de las ciudades . A diestro y siniestro. Lleva un traje simpático que hace juego con su sonrisa. Se acompaña de otro joven que graba cómo desenrolla la alfombra a los pies de los que caminan o bailan o toman café en una cafetería chic como las que salen en Emily in Paris y que no sé si existen porque no, aún no conozco París.  No sé si suena la música de Beyoncé, Swift o Michael Jackson cuando él despliega la alfombra, pero en los vídeos de Instagram, sí. Es hipnótico. Pasé una tarde tonta viendo cómo algunos de estos paseantes aceptaban el reto y caminaban, danzaban y desfilaban pisando con fuerza, elegancia y gracilidad, la alfombra. Hay otros que no lo hacen. Hay quien se asusta, se aleja corriendo, se gira negando con la cabeza, o modifica su rumbo con un rictus de reproche. Me impresionó la reacción de una pareja: guapo él, guapa ella. Él no quería dejarla caminar por la alfombra y ella, simpática y estilosa, se soltó de su man

Pequeñas infamias

La mayoría de las veces lo que destroza una amistad son las pequeñas traiciones, las falsedades mezquinas que perpetra uno de esos a los que consideras amigo pero del que ya no sabes si puedes fiarte. Porque las grandes mentiras y los hechos trágicos sólo suceden en las producciones de Hollywood y, lo demás es ínfimo, peculiar, una minucia, un arañazo, una rozadura que deviene en decepción ardiente. Los grandes engaños se urden en las tragedias clásicas y en las novelas decimonónicas, y en nuestra vida, que suele ser ordinaria y pequeña excepto por dos o tres acontecimientos fundacionales, es en donde uno (o varios) de esos a los que llamaste amigos, cometen infamias ridículas, sin sentido.  La cualidad dolorosa de esas infamias se deriva, precisamente, de esa falta de sentido. Rozan la deslealtad, juguetean con la mentira, te miran a los ojos para jurarte que no, palabrita de Niño Jesús, que no irán, que no pueden ir, que qué más quisieran, pero que no pueden. O te prometen que no

No lo sabe, no

Él no lo sabe, es cierto. Él cree que, en quince días, se irán de viaje a Bora Bora, a una de esas casitas con techo de paja y rodeadas de mar. A uno de esos hoteles en los que la dirección te regala champán frío y frutas tropicales y corres peligro de morir de puro dulzor.  Imagen de Julius Silver en Pixabay Lo conoció en una ruta motera y le pareció un individualista. Un tipo bragado, con la sensibilidad justa. Con él estaba a salvo de romances empalagosos. Le vendió una vida de aventuras con mochila individual y saco de dormir compartido. Ella, se dejó llevar. Lo de irse a vivir juntos le parecía correcto, una consecuencia natural de la relación. Lo de ir al Ayuntamiento y formalizar ser pareja de hecho, lo tomó como una circunstancia añadida. No le hacía falta, pero él querría ponerlo en su LinkedIn. Las cosas de cada uno, ya se sabe, son insondables, misteriosas. Lo de casarse por lo civil le empezó a provocar dentera. Aquello se ponía enrevesado, pero decidió darle un voto de

Finaliza agosto

Finaliza agosto y, como Blondie , he salido después de cenar. Ella, joven y en forma, hermosa pese a la cicatriz que recorre su rostro, suele correr desde el extrarradio en el que vive hasta el centro de la ciudad. Yo, que ya no soy joven, nunca fui hermosa y jamás he estado en forma, he caminado. Mi paseo fue lento, alejado del ritmo fluido de Blondie. Crucé el Puente Romano, alcancé la avenida de Rector Esperabé y llegué a la calle San Pablo escuchando, como ella, One way or another. Les vi. Una mujer y un hombre, con un par de niños. El número ideal, la familia perfecta. Tomando helados. Guapos. Él, con sonrisa de tiburón. El niño y la niña, ideales. Ella, atractiva, sofisticada, elegante. En el Corrillo, apoyada en el poeta hecho de bronce, envié un guasap : Hasta aquí .  Este verano he compartido la historia de mi Blondie, con unas cuantas señoras con las que he intercambiado café, charla y risas. Como siempre, me he descubierto defendiendo a Blondie. Su sufrimiento. Su manera

Como si fuera la primera vez

  Cómo era posible que otra vez hubiese caído en la trampa de dejarse acompañar por él. Siempre la misma historia. La cara de ajo. La mueca escéptica. Mirando el móvil cada dos por tres. Revolviéndose, impaciente, en la butaca de la grada. Era insoportable.  Nunca disfrutaba cuando ella iba a los conciertos del músico loco. Lo miraba, crítica, condescendiente y con desprecio. Le señalaba todos y cada uno de sus muchos y variados defectos: ay, qué vergüenza, no cantes, que lo haces fatal. Deja de saltar, que pareces un chimpancé. ¡No seas ridículo!¿Cómo se te ha ocurrido ponerte esa camiseta de los ochenta? Ella y él, por azar de la compra electrónica de unas entradas para un concierto de su artista favorito, cantan y bailan, pese a las miradas censoras de sus respectivas parejas. Él observa, de refilón, al marido. Ella mira, de soslayo, a la mujer.  Él y ella son muy distintos, al menos, físicamente. Ella es pelirroja, poseedora de una melena de rizos indómitos. Él luce un corte a cepi

Valor, amor y cicatriz

La vida, simplemente, ocurre. Luego, nos la contamos cronológicamente, para tratar de encontrarle un sentido. Un significado. Para intentar comprender el cuándo, el cómo y el porqué. Sin embargo, todas las veces, los hechos, las personas, las alegrías y las penas, van y vienen, mientras nosotros, Alicias zarandeadas por las circunstancias, tratamos de no verter el té en la surrealista merienda del Sombrerero Loco .  Ocurre, sí, ocurre. Ocurre que a veces la desdicha nos persigue, adherida a nuestra piel y no podemos desembarazarnos de ella. También pasa, en muchas ocasiones, que una suerte de alegría o de ligereza nos envuelve, como el aroma del azahar o el blanco de los pétalos de unas flores silvestres. El aire parece pesar menos y, al mismo tiempo, llevar cientos de mensajes odoríferos que sólo intuimos, pero que se nos antojan vibrantes, luminosos.  Foto de Jero Sánchez Y, a veces, sin que sepamos muy bien cómo ni por qué, se organiza una jauría. Y nos señala. La jauría puede ser

Cabaloria

Deambulo en torno a los restos de la aldea de Cabaloria . No hay calles: la maleza, las piedras que rodaron de las casas en ruinas, las raíces de algunos árboles, dificultan caminar por la ladera del monte.  Las mujeres con sus niñas iban a buscar agua a la fuente. Pero cuando el Alagón excedía los límites de su cauce, se veían obligadas a llenar sus cántaros en un arroyo.  No eran muchos los hombres, ni los niños, no eran muchos, no, pero eran.  Los edificios más emblemáticos eran la escuela y la casa del maestro. Don Ignacio, que vivió allí con su mujer y sus tres hijos, dio clases en los años cincuenta a treinta rapaces y rapazas que entraban en el aula por dos puertas distintas. El resto del tiempo (el que les dejaba la escuela,  el ganado, las labores del campo, el quehacer doméstico, el cuidado de los hermanos y hermanas) correteaban, juntos, por el valle.  No eran muchas las niñas y las mujeres, no. Pero eran. Se alumbraban con candiles y velas, horneaban pan en cada casa, llev