Un hombre tiende una alfombra roja por las calles de las ciudades. A diestro y siniestro. Lleva un traje simpático que hace juego con su sonrisa. Se acompaña de otro joven que graba cómo desenrolla la alfombra a los pies de los que caminan o bailan o toman café en una cafetería chic como las que salen en Emily in Paris y que no sé si existen porque no, aún no conozco París.
No sé si suena la música de Beyoncé, Swift o Michael Jackson cuando él despliega la alfombra, pero en los vídeos de Instagram, sí. Es hipnótico. Pasé una tarde tonta viendo cómo algunos de estos paseantes aceptaban el reto y caminaban, danzaban y desfilaban pisando con fuerza, elegancia y gracilidad, la alfombra. Hay otros que no lo hacen. Hay quien se asusta, se aleja corriendo, se gira negando con la cabeza, o modifica su rumbo con un rictus de reproche. Me impresionó la reacción de una pareja: guapo él, guapa ella. Él no quería dejarla caminar por la alfombra y ella, simpática y estilosa, se soltó de su mano y desfiló con una gracia innegable. El tipo se enfadó. Me gustaría decirle a esa chica tan hermosa que no siga con él, que lo deje plantado ahí, a los pies de su alfombra roja.
Más allá de las anécdotas, de la búsqueda de los likes, los corazones y la viralidad que provocarán ingresos para el joven de la sonrisa contagiosa, he detectado una nueva categoría de personas que se definen por la alfombra roja: las que se vienen arriba y exhiben todo su encanto y las que la rehúyen, atrincheradas en la vergüenza y el enfado.
Ojalá ser capaz de desfilar por la alfombra roja, sin que importen el juicio ni la mirada de los otros.
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