Él no lo sabe, es cierto. Él cree que, en quince días, se irán de viaje a Bora Bora, a una de esas casitas con techo de paja y rodeadas de mar. A uno de esos hoteles en los que la dirección te regala champán frío y frutas tropicales y corres peligro de morir de puro dulzor.
Lo conoció en una ruta motera y le pareció un individualista. Un tipo bragado, con la sensibilidad justa. Con él estaba a salvo de romances empalagosos. Le vendió una vida de aventuras con mochila individual y saco de dormir compartido. Ella, se dejó llevar. Lo de irse a vivir juntos le parecía correcto, una consecuencia natural de la relación. Lo de ir al Ayuntamiento y formalizar ser pareja de hecho, lo tomó como una circunstancia añadida. No le hacía falta, pero él querría ponerlo en su LinkedIn. Las cosas de cada uno, ya se sabe, son insondables, misteriosas. Lo de casarse por lo civil le empezó a provocar dentera. Aquello se ponía enrevesado, pero decidió darle un voto de confianza, una oportunidad. Tal vez un pariente mayor se sentiría mejor asistiendo a esa ceremonia que, lo quieras o no, era un rito social, una declaración, como su propio nombre indica, civil.
Pero.
Los vídeos, las fotos, la carpa cubierta, las sillas vestidas de lazos rosas, el ramo de rosas de color rosa, el rincón de las chuches, la fuente de chocolate, la luna de miel en Bora Bora. El no lo sabe, pero no habrá casamiento, ni vuelo a la isla polinesia, por muy francesa que sea. Ella se ha agenciado una mochila, una tienda de campaña y un saco de dormir individual. Más el billete, solo de ida, a las Antípodas.
A ver si, para otra vez, aprende. Por favor, y gracias.
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