Deambulo en torno a los restos de la aldea de Cabaloria. No hay calles: la maleza, las piedras que rodaron de las casas en ruinas, las raíces de algunos árboles, dificultan caminar por la ladera del monte.
Las mujeres con sus niñas iban a buscar agua a la fuente. Pero cuando el Alagón excedía los límites de su cauce, se veían obligadas a llenar sus cántaros en un arroyo.
No eran muchos los hombres, ni los niños, no eran muchos, no, pero eran.
Los edificios más emblemáticos eran la escuela y la casa del maestro. Don Ignacio, que vivió allí con su mujer y sus tres hijos, dio clases en los años cincuenta a treinta rapaces y rapazas que entraban en el aula por dos puertas distintas. El resto del tiempo (el que les dejaba la escuela, el ganado, las labores del campo, el quehacer doméstico, el cuidado de los hermanos y hermanas) correteaban, juntos, por el valle.
No eran muchas las niñas y las mujeres, no. Pero eran.
Se alumbraban con candiles y velas, horneaban pan en cada casa, llevaban olivas a la almazara y flores al cementerio. En Nochebuena, los niños de Cabaloria cantaban villancicos con los niños de Riomalo, separados por un Alagón crecido. El mismo río que los aislaba era fuente de alimento, de ganancia.
Paseé por Cabaloria, leí los textos de las cartelas informativas y contemplé los rostros de los niños, de las niñas. A las parejas jóvenes, bailando eternamente, atrapadas en una foto en la que no se distinguen los colores de sus ropas, de sus cabellos, de sus ojos.
Se fueron todos, tuvieron que irse.
El embalse les arrebató las tierras, su modo de vida. Les expulsó de este paraje de jaras, encinas y olivos que hoy, aún, todavía, sobrevuela el milano.
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