Finaliza agosto y, como Blondie, he salido después de cenar. Ella, joven y en forma, hermosa pese a la cicatriz que recorre su rostro, suele correr desde el extrarradio en el que vive hasta el centro de la ciudad. Yo, que ya no soy joven, nunca fui hermosa y jamás he estado en forma, he caminado. Mi paseo fue lento, alejado del ritmo fluido de Blondie. Crucé el Puente Romano, alcancé la avenida de Rector Esperabé y llegué a la calle San Pablo escuchando, como ella, One way or another. Les vi. Una mujer y un hombre, con un par de niños. El número ideal, la familia perfecta. Tomando helados. Guapos. Él, con sonrisa de tiburón. El niño y la niña, ideales. Ella, atractiva, sofisticada, elegante. En el Corrillo, apoyada en el poeta hecho de bronce, envié un guasap: Hasta aquí.
Este verano he compartido la historia de mi Blondie, con unas cuantas señoras con las que he intercambiado café, charla y risas. Como siempre, me he descubierto defendiendo a Blondie. Su sufrimiento. Su manera de ser. Por qué hace esto y no lo otro. También, claro y por supuesto, me he descubierto defendiendo mi manera de narrar, de sentir. Sí. Soy intensa, rara, compleja y sencilla, paradójica, sensible. Me gusta leer novela negra pero luego escribo ficción en la que puedes reconocerte en un detalle, en el vuelo de una falda, en el vaivén de una coleta.
He salido a pasear este fin de agosto. Creí ver a la mujer joven que ha vivido más de lo que le corresponde. También soñé que escribí un guasap a un tipo infiel, sin escrúpulos. No lo hice, claro. ¿O, tal vez, sí?
A Blondie, querido lector, has de tomarla o dejarla tal y como es. No pretendas cambiarla. Tampoco a mí.
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